El arte es capaz de contar historias de mujeres extraordinarias que, con su capacidad creativa y su vivacidad intelectual, han hecho historia en silencio. Y, a través del arte, muchas mujeres han expresado su visión de la fe, de lo sagrado y de la espiritualidad. Tres mujeres, artistas de distintas épocas, lo demuestran de forma inequívoca. En 1620, en uno de los momentos más difíciles de la historia de Europa al comienzo de la Guerra de los Treinta Años, una joven de 24 años de Moncalvo, Orsola Maddalena Caccia, hija de Luigi, un renombrado pintor local, cruzaba el umbral del convento de las Ursulinas de Bianzè.
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Ese lugar de fe y oración será la cuna de su arte. Cinco años después, gracias a la ayuda de su padre, se trasladó a otro convento en Moncalvo construido para ella y sus tres hermanas donde pudo expresar la unión entre arte y oración. Criada en la escuela de su padre, fascinada por el arte flamenco, Orsola sería conocida como la Rafael de Monferrato. Uno de sus lienzos, La Virgen con el Niño y el Ángel, nos habla de su vivacidad cromática y de su refinado simbolismo. Inmersa en un paisaje rocoso y fluvial, quizás vinculado a los alrededores de Pavía, la Virgen queda atrapada en la contemplación de su divino Hijo. El Niño nos mira mientras juega con una bandeja de frutas. Lo que podría parecer un virtuosismo pictórico se transforma, gracias a la mirada absorta del ángel, en un universo simbólico aún por descifrar.
La salvación
Con su mano izquierda Jesús toca unos melocotones, símbolo, junto con las manzanas y los albaricoques, del fruto prohibido del árbol de la vida, mientras con la derecha sostiene una corona de cerezas. Las naranjas en primer plano hacen referencia al pecado original que Cristo cura con su Pasión y Cruz. Mientras, las cerezas, por su pulpa roja y su hueso de madera, son una metáfora de la cruz y de la sangre de Cristo que nos redimió. La escena forma parte de la iconografía de la parada durante la huida a Egipto, el segundo dolor (después de la circuncisión) del Verbo Encarnado.
Durante esta fuga, según la literatura apócrifa, un melocotonero se inclinó al paso del Redentor. También las rosas, en primer plano apuntan a María como Corredentora por su participación en los sufrimientos de su Hijo. La rosa blanca simboliza la pureza y fortaleza de ánimo y la rosa rosa habla de la participación interior de María en el dolor de su Hijo. Con delicadeza y maestría, Orsola Caccia nos lleva, dentro de un escenario aparentemente decorativo, a meditar sobre los acontecimientos de la salvación.
Con un salto de dos siglos encontramos a una artista muy singular en Graz, Austria: Marianne Preindlsberger. Nacida en 1855, a los 17 años pudo estudiar en la Academia de Bellas Artes de su ciudad. Se mudó primero a Múnich y luego a París. Durante una estancia en Bretaña conoció al pintor inglés Adrian Scott Stokes, quien se convertiría en su marido. Los dos, a pesar de no poder tener hijos, disfrutaron de una relación feliz y fructífera gracias al arte. El encuentro con la pintura prerrafaelita en 1890 acercó a Marianne a los temas medievales y religiosos. De esta época es una preciosa virgen nórdica. Una de las tantas Vírgenes de velo que con su gesto parecen decir: “Bajo el velo de la carne se esconde el Verbo del Altísimo, nacido para morir”.
Así, la Virgen de Stokes es también Dolorosa por los colores de su vestido: el rojo de la sangre y el azul del Misterio. Lo refleja la mirada triste que se dirige a nosotros, casi indiferentes ante el milagro insólito de un Dios que se hace hombre. Los arbustos espinosos del fondo hablan del destino que le espera a este niño. Una corona de espinas envolverá la cabeza del Salvador. Entre estos elementos destaca el hinojo silvestre. Un símbolo poco común en el arte, pero no en la mesa. Antiguamente era costumbre ofrecer dulces con hinojo que, por sus propiedades aromáticas, podían corregir los defectos de los vinos menos buenos. No es casualidad que la Virgen tenga un vestido dorado con racimos de uvas: Cristo derramará su sangre, verdadera bebida de alegría y salvación.
Un artista fuera de lo común fue Bradi Barth. Nacida en 1922 en St. Galo, Suiza, y fallecida en 2007 en Bélgica, se dedicó a la pintura desde muy temprana edad. Llevó una vida casi monástica, viviendo su talento como un don divino y dedicándose al arte religioso. Bastaría mirar una de sus fotografías para comprender la profundidad humana y espiritual de esta mujer. En el año 2000 creó una asociación sin ánimo de lucro llamada Herbronen (Regreso a la fuente) a la que legó sus obras con un triple objetivo: difundir el mensaje de Cristo, testimoniar la unión con el Papa y permanecer bajo la protección de la Virgen.
Su obra María, Madre de la Iglesia, da testimonio más que ninguna otra de estas intenciones. Un barco navega en un mar en medio de aguas turbulentas de noche, pero en la parte superior izquierda brilla un sol misterioso, parecido a una gran Eucaristía. Es evidente el contraste entre el mar furioso y la paz que reina en el barco. La serenidad de la Virgen Madre, de Pedro y de las ovejas tranquilamente alojadas en el casco, nos produce envidia a quienes tantas veces miramos el mar de agitación general. Estamos todos en la misma barca, pero en esta barca hay una perla de luz que, en el pensamiento de Cristo, es la sede de Pedro. El Papa no se contenta con el báculo, sino que toma la cruz, signo de que todo se puede ganar. Mira la vela, roja con la sangre de los mártires, pero llena del Espíritu divino. Para Barth, entre las tormentas de todos los tiempos, la barca de Pedro reúne a la humanidad bajo la luz de María y de la Eucaristía.
*Artículo original publicado en el número de enero de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva
