Tribuna

En el adiós a Antonio Montero: Una generosa distancia

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Conocí a D. Antonio Montero en momentos de cambio en la editorial en cuya fundación y desarrollo tuvo tanta parte. La fórmula que dio origen a PPC y después a ‘Vida Nueva’, en los años 50 del siglo XX, necesitaba transformarse y adaptarse a los tiempos para no desaparecer, como se ha contado ya en estas páginas.



Con algunos buenos pasos en la dirección precisa, aunando voluntades, se consolidaba un nuevo PPC, con SM y Bayard Presse como accionistas, y había que renovar ‘Vida Nueva’. En esta nueva fórmula su papel quedaba elegantemente relegado a presidir de modo honorífico el Consejo de Administración.

Por este motivo, mi relación y mi trato con monseñor Montero fue muy limitado, siempre escueto, aunque conservo una agradecida carta de bienvenida que me envió cuando supo que había sido contratada, antes de conocerme. Después tuvimos una entrañable conversación en nuestro primer encuentro, donde expresó su extrañeza por el modo –inusual para él– en que yo había llegado al puesto que empezaba a ocupar: un anuncio de agencia en un periódico buscando un redactor o redactora para una publicación católica.

Antonio Montero

El arzobispo Antonio Montero con el cardenal Ricardo Blázquez, durante la celebración de los 3.000 números de ‘Vida Nueva’ en 2016

A partir de ahí, nos encontramos en los consejos donde era invitada a informar de la marcha de la revista o en algunos de los eventos organizados por PPC a los que él siempre que podía acudía con gusto.

Presencia puntual, atenta y abierta

Recuerdo su presencia puntual, atenta, abierta, en los consejos. Como presidente honorario, ocupaba el centro de la mesa y siempre manifestaba su parecer sobre la marcha de la revista, comentaba algunos de sus contenidos, preguntaba por algunos de los colaboradores o colaboradoras… Le interesaba, sobre todo, saber que subía el número de suscriptores.

Discutía, cuando lo creía oportuno, algunos enfoques en la publicación o manifestaba dudas sobre la idoneidad de algunas colaboraciones. Se entablaba un diálogo respetuoso que al final enriquecía los puntos de vista de todos.

Nunca tuve una llamada directa suya para intentar dirigir la línea editorial ni desaconsejar o aconsejar incluir a tal colaborador o colaboradora.

Supo quedarse deliberadamente al margen del día a día de la revista –semana a semana– en los nueve años que la dirigí. Aceptó que su papel, en ese momento, era alentar desde cierta distancia.

Agradeceré siempre esta generosa distancia, precisamente.

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