Tribuna

Simone Weil, la sonrisa cristiana de la justicia

Compartir

La Simone Weil de la Marsella de 1941 tiene una expresión difícil de descifrar bajo su capa de lana y unas gafas que casi ocultan su rostro. Durante su vida, aparte de unos pocos –intelectuales, militantes políticos, trabajadores, estudiantes– que habían aprendido a respetarla, fue como una criatura inverosímil, alejada de los cánones, ajena a los deberes que su sexo y clase exigían, incontrolable para las autoridades, demasiado rígida para sus compañeros de viaje y ridícula para muchos.



Vivía con sus padres en Marsella La familia huía de la Francia ocupada por los nazis. En ese momento ya había sido, como escribió, “tomada por Dios”, y ya había establecido correspondencia con el padre Perrin, a quien debemos la publicación de sus cartas y últimos escritos.

Nació en París en 1909 en una familia de judíos cultos, ricos y no religiosos. Debido al trabajo de su padre, ella y su hermano André viajaron mucho y estudiaron en casa, eso hizo que estuvieran más preparados en muchas materias que el resto de estudiantes. Desde niña, Simone fue consciente de que era una privilegiada por haber nacido en una familia acomodada y esta certeza, y la injusticia implícita que revelaba, le había marcado profundamente. Cuando su camino se cruzó con el de San Francisco, sintió su fuerza. Fue en Santa Maria degli Angeli, en 1937, durante un viaje a Italia. Allí vivió uno de los que considera sus encuentros con Dios. Por primera vez sintió la obligación de arrodillarse.

Según relata en la biografía su amiga Simone Pétrement (Vida de Simone Weil, Adelphi 2010), desde sus primeros años de formación se negó a que su habitación estuviera caliente porque no podía soportar vivir en mejores condiciones que los desempleados; trabajaba con frío y esta elección fue determinante en sus terribles dolores de cabeza. No le dio importancia a su propio sufrimiento. La injusticia que sufrió no le pareció digna de consideración mientras que la que pesó sobre los demás le produjo un dolor infinito.

Alguien muy influenciable

Quizás esto tenga que ver con su negativa a ser feminista, algo que ignoraba por completo, o con manifestar su admiración por el mundo griego en cuanto a la condición de opresión de la mujer, abordando el tema de la esclavitud antigua con claridad: defenderse era intolerable. Fue cercana a la extrema izquierda en su juventud, desde el día en que acompañó a un grupo de desempleados que exigían mejores condiciones de vida. Fue en el municipio de Le Puy, donde daba clases.

Allí se interesó por el sindicato que la puso en contacto con los trabajadores. Siempre se mantuvo muy lúcida sobre los horrores de la Unión Soviética y lo debatió con Trotsky, a quien acogió, como a otras personas conocidas y desconocidas en fuga, en la casa de sus padres. Y luego estudió y enseñó filosofía, ciencias, matemáticas y literatura.

En sus cartas al padre Perrin hablaba del peligro que para ella representaba todo ritual comunitario: “Soy, por disposición natural, muy influenciable. Si tuviera frente a mí a una veintena de jóvenes alemanes cantando himnos nazis a coro, sé que parte de mi alma se convertiría en nazi”. Tenía sed de comunidad y sabía que cualquier pertenencia identitaria podía hacerle perder la claridad, no quería que la Iglesia la atrajera de esa manera. Tenía un sentido de los símbolos muy intenso. Pétrement cuenta cómo, durante las manifestaciones, intentaba tomar la bandera roja y agitarla. Cuando lo hacía era feliz como una niña.

La experiencia de trabajar en la fábrica, que buscó con ahínco, le hizo madurar algunas ideas sobre la relación entre el ser humano y las máquinas, sobre la inhumanidad de la vida laboral esclavizada a ritmos no humanos, privada de la conciencia del trabajo y de sus resultados, aniquilado la posibilidad del pensamiento y donde la relación entre quien ejecuta y quien manda se vuelve autoritaria, ciega y destruye la iniciativa.

Para ella, físicamente muy débil, afectada por dolores de cabeza, fue una experiencia insoportable; pero era lo que buscaba, la eliminación de todo signo de prestigio y de toda protección. Reconoció que esa era la condición de la esclavitud. Es solo allí donde la benevolencia, la solidaridad no inducida por motivos paternalistas o sociales, existe con su verdadera fuerza.

Con los excluidos

En Portugal, en un pueblo de pescadores, escuchó “unos cantos muy antiguos, de una tristeza insoportable”. Tuvo “la certeza de que el cristianismo es la religión por excelencia de los esclavos, a la que no pueden dejar de adherirse, y yo con ellos”.

De la experiencia en la fábrica concluyó que era intolerable preservar sus privilegios mientras otros sufrían. En las cartas a Perrin escribía: “Cuando me represento concretamente, y como evento que podría estar cerca –el acto que me introduciría en la Iglesia–, nada me entristece más que separarme de la inmensa desgracia de los incrédulos”. Salvarse dejando atrás a los excluidos era algo que no procesaba.

Simone Weil afrontó una cuestión que también había planteado Teresa de Lisieux, la salvación de los que quedan fuera, de los que no han sido tocados por la fe ni por la predicación. No podía dejar de recordar con desconcierto la violencia de las Cruzadas o la Inquisición y exigió a la Iglesia una respuesta que llegaría con el tiempo. Debido al odio que genera la violencia, el cristianismo de Simone Weil rechazaba la raíz del Antiguo Testamento. Su lectura le resultaba atroz, la violencia que encontró era intolerable para su idea de Dios.

En su pensamiento del Antiguo Testamento, en el sentido extremo de distanciamiento de la cultura judía frente a la griega, parece que sufría de una forma de literalismo, que pecaba de poco sentido histórico. Parecía juzgar el pasado y todas las culturas a partir de una vara muy rígida adoptada en su presente y proyectada hacia el futuro. Es el mismo juicio inflexible que aplicaba a la civilización romana y a su imperio, salvo a los amados estoicos. Quién sabe dónde la habría llevado este pensamiento si no hubiera muerto el 24 de agosto de 1943, en Inglaterra, de tuberculosis y de hambre, tras intentar en vano contribuir a la lucha contra los nazis.

La seriedad con la que Simone Weil afronta la vida no puede hacernos olvidar la comedia con la que su delgada y torpe figura pisó la escena mundial, una especie de Charlot femenina, que en la vida cotidiana vestía con un jersey del revés, y en España, donde fue a pelear en la batalla antifascista, no llegó a empuñar un rifle, pero acabó quemándose con una sartén de aceite hirviendo y fue repatriada. Había en ella un gusto por la risa que casaba bien con su sentido de la justicia; disfrutaba observando la ira de los directores con los que trabajaba, de los prefectos y de los periodistas hostiles y se reía de buena gana y sin amargura.

El sentido del humor era un denominador común en su familia. Escribió a su hermano, que escapó de la Shoah y recaló en Estados Unidos: “Nos gusta imaginarte empapando grandes pastas de mantequilla en chocolate mientras derramas unos buenos lagrimones pensando en nosotros. No lo confesarás nunca y esta idea nos hace reír mucho”.

*Artículo original publicado en el número de junio de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

Lea más: