Ataúdes transparentes


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“Yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así obrado bien, que venga la muerte: amiga yaceré con él, con un amigo, convicta de un delito piadoso; por más tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de aquí, pues mi descanso entre ellos ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que crees, deshonra lo que los dioses honran“.

Así de duramente habla Antígona, uno de los personajes más fascinantes de la tragedia helena, a su hermana Ismene, resolviendo con su afán recto y calibrado la cuestión de dar o no sepultura al hermano de ambas, Polinices, condenado por el nuevo rey a ser expuesto a la intemperie por rebelarse contra Tebas. Pero la desobediencia de una mujer que conoce lo sagrado de un cuerpo, por yerto que ya esté, y lo terrible de terminar en el estómago de las garduñas, sin iniciar su descenso a la casa de los difuntos, marca su camino del honor hasta el suicidio para huir del castigo espantoso previsto para escarmentarla.

No somos tejidos y sangre

¿Por qué los seres humanos nos estremecemos cuando los lobos y los cuervos terminan con los trozos de un ejército en una película medieval? ¿Por qué el féretro es opaco; por qué la capilla ardiente, el nicho, la urna, el túmulo, la barca ardiente hacia el fiordo? No somos tejidos y sangre. Lo sabemos desde la primera, tosca y tierna tumba anterior a la escritura y lo leemos en las vasijas de los carpetovetones. En las pirámides de los señores del Nilo, guardianas del ka y el ba. En los bordes de las sendas de la vieja pero eterna Roma. Un hombre o una mujer no desean que, una vez muertos, alguien pueda contemplar el secreto de su tránsito del latir al estancamiento venenoso.

Blanca Fernández Ochoa, Blancanieves, ha sido más que nunca la princesa de los hermanos Grimm: su ataúd fue de cristal fino. Todos querían saber qué contenía su mente, el porqué de su desdichada suerte y su fatal caída al abismo. Curiosearon, no su cuerpo físico, pero sí el halo que lo rodeaba, y utilizaron para eso el lenguaje facial de sus entristecidos allegados. Alardearon de poder hacer cábalas sobre el más profundo de los porqués. Blancanieves dejó de ser venerada en la distancia, acostada entre prímulas y violetas, para transformarse en el fenómeno del circo ambulante. La curiosidad nociva de las personas hiere en estos casos más que un deseo deplorable. Solo buscan paz, la muerta y los que la sobrevivirán y custodiarán. Esa paz que solo he encontrado en cementerios y sagrarios.

Tras una puerta velada

No quiero perder lo más sublime de una civilización: un intervalo espacial entre los actores que seguimos en el gran teatro del mundo y los que lo han abandonado fuera de la sosegada quietud del hogar. Es tarea de todos, religiosos o no, preservar a nuestros difuntos tras una puerta velada para que sus postreros dolores no broten ante los ojos de los idiotas. Siempre debemos ser Príamo, sabiendo inclinar su nuca de rey para implorar con exquisito realce que Aquiles nos devuelva la carne muerta de Héctor para que al menos pueda viajar entero, completo, virgen, limpio, al lugar ignoto donde terminan lo que no son nuestras pulpas.

Blanca, ‘requiescat in pace’.