“¿Cómo una institución pobre, que no posee nada, ha podido resistir a pesar de la explosión, el hambre, la pandemia y el colapso de las estructuras del Estado?”. Conmovida hasta las lágrimas, al punto de tener que interrumpir su discurso, la madre Marie Makhlouf, superiora de las Hermanas Franciscanas de la Cruz –congregación que gestiona el hospital de La Croix, en Jal Ed Dib, a pocos kilómetros de Beirut–, se lo preguntaba ante el Papa, que visitaba a los pacientes y el personal del centro el pasado día 2.
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En un Líbano atrapado en una sucesión de crisis desde 2019, golpeado por la guerra desencadenada tras el 7 de agosto de 2023, La Croix es una institución aparte. Allí se acoge y se atiende a 800 personas con discapacidad intelectual o trastornos psiquiátricos, sin distinción de origen ni de confesión. Frente a la multitud de desafíos a los que se enfrenta, la supervivencia de este establecimiento parece realmente milagrosa.
Servicio público
“Los enfermos me dan la fuerza, la alegría y el valor para seguir adelante”, asegura a ‘Vida Nueva’ la hermana Rose Hanna, de 50 años y con 30 de vida religiosa, directora de uno de los mayores psiquiátricos de Oriente Medio. Pero las dificultades materiales son numerosas. El Estado libanés, que debería contribuir al esfuerzo financiero necesario para mantener en pie este centro, que cumple una misión de servicio público, ha reducido drásticamente sus ayudas debido a la crisis económica.
El hospital sobrevive casi solo gracias al apoyo de algunas instituciones católicas, como la Orden de Malta. “Hace poco, incluso, tuvimos que pedir a las familias que pudieran hacerlo que aportaran una pequeña contribución, aunque fuera puntual”, confía la hermana Micheline, también religiosa de la misma congregación.
Desde el agravamiento de la situación en el Líbano, la situación de las personas con discapacidad o enfermedad mental se ha deteriorado. “Hemos observado un aumento de los casos de psicosis, así como un incremento en el consumo de drogas y alcohol”, detalla la hermana Rose Hanna. Además, la guerra entre Israel y Hezbolá, la milicia chií armada por Teherán, al provocar el desplazamiento interno de 1,2 millones de personas, ha puesto a muchas familias en dificultades.
“Es muy difícil ocuparse de un familiar con discapacidad intelectual siendo refugiado”, explica la religiosa. “Hemos recibido a varios nuevos pacientes cuyos familiares ya no podían hacerse cargo”, explica. Otro problema importante: la escasez de medicamentos, o la falta de recursos para adquirirlos, que también ha llevado a las familias a confiar sus enfermos al hospital para garantizarles una atención adecuada.
Una enfermedad tabú
“Aquí tengo mi lugar, soy considerada como una persona”, confiesa una residente a esta revista. En el Líbano, el tabú alrededor de la enfermedad y la deficiencia mental sigue estando muy presente. Ante tal persistencia, las religiosas que atienden La Croix se afanan en hacer evolucionar las mentalidades. “Ese tabú sigue existiendo –reconoce la hermana Rose Hanna–, pero no en la misma medida que hace algunos años, cuando aún se hablaba de locos o de personas poseídas por el diablo. Hoy es mucho más habitual entender que se trata de enfermedades”.
En el pabellón Saint-Dominique, que acoge a niños y jóvenes, las discapacidades son a veces muy graves. “Nos confían niños y luego las familias desaparecen sin volver a dar noticias. La pobreza influye mucho, pero también el miedo y la vergüenza”, relata la hermana Rose Hanna, mientras toma uno a uno a los niños en brazos, visiblemente felices de verla. De los 58 jóvenes pacientes de este pabellón –algunos ya son jóvenes adultos, pero con una edad mental de 5 o 6 años– casi la mitad no tienen familia. “Nosotras los criamos, somos su hogar”, añade.