“En 2012 tuvimos un problema mi pareja y yo, entramos a prisión por asesinato, una condena larga, más de 20 años ambos. Yo estuve en prisión 11 años”. Así relata Cristina –nombre ficticio–, al otro lado del teléfono, el motivo que la llevó a pasar más de una década de su vida en la cárcel, de la que salió hace apenas cinco meses. “A los ocho años de estar allí me hablaron de la Fundación Marillac y empecé a conocerlas. Me han avalado ellas, me han ayudado y aquí estoy”, continúa. La historia de Cristina no es fácil ponerla en palabras. Tampoco de escuchar. Pero no es la única. Cada día, la labor de congregaciones como la de las Hijas de la Caridad se aproxima a estas realidades, con el oído y el corazón abiertos, dispuestas a llevar, incluso allí, donde habitan los últimos de los últimos, el aroma a Evangelio.
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De hecho, en su exhortación ‘Dilexi te’, León XIV recuerda que “los primeros cristianos, incluso en condiciones precarias, rezaban y asistían a los hermanos y hermanas encarcelados, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles”. Añade el Pontífice, además, unas palabras de su predecesor, el papa Francisco: “La cárcel es un lugar de gran humanidad, de humanidad probada, a veces fatigada por dificultades, sentimientos de culpa, juicios, incomprensiones, sufrimientos, pero al mismo tiempo cargada de fuerza, de deseo de perdón, de deseo de rescate”.
Un deseo que vive en el corazón de esta mujer nacida en Latinoamérica y residente en España desde 2006. Ahora, dice, lo ha perdido todo, pero las Hijas de la Caridad la han acompañado en sus permisos y, después, en su salida de prisión: “No tengo familia aquí y ellas están acompañándome tanto emocionalmente, psicológicamente, personalmente… en todo”.
Romper prejuicios
Esa “humanidad probada” que se menciona en la exhortación es la que ve cada día Gemma Pérez, trabajadora social de la Asociación Marillac. Una labor que la enfrenta constantemente con sus propios límites y prejuicios. “Cuando te cuentan su historia, es difícil no preguntarse si habrías actuado igual en esas circunstancias”, asegura. Hablar con ellos, dice, incomoda, rompe prejuicios. Por eso, para ella es esencial “pisar patio”: “Si un trabajador de la Iglesia trabaja con la población penitenciaria desde un despacho, no sabe lo que es la realidad”. Sin embargo, en la sociedad en la que estamos “las prisiones se las llevaron tan lejos, subieron tanto los muros, para que nadie las viera. Pero tenemos que ir a su encuentro”. Sobre todo, esperando el ‘después de’, para Gemma, es lo más complicado.
Pastoral Penitenciaria de las Hijas de la Caridad
Por su parte, sor María, Hija de la Caridad y coordinadora nacional del área social de Pastoral Penitenciaria, recuerda que su congregación “desde san Vicente de Paúl y Luisa de Marillac siempre ha estado presente en el mundo penitenciario”. “El mismo san Vicente nos mandaba a cuidar de los condenados a galeras”, subraya. Después de 25 años de servicio en distintos centros –Murcia, Guadalajara, Alcalá de Henares, Estremera–, sor María asegura que, si hay algo que a ella la ha marcado, han sido los ocho años que estuvo como directora del piso de acogida. Pero, sobre todo, fue su experiencia en los sectores de aislamiento lo que le mostró la dureza del encierro. “Si una prisión ya es hostil de por sí, entrar en aislamiento es entrar en tres prisiones dentro de una misma, y es algo que tiene graves consecuencias psicológicas. Por eso entrábamos a hacer talleres, a generar diálogo, reflexión, escucha activa, comunicación. Que se sintieran reconocidos”. No obstante, “somos presencia viva de Jesucristo dentro de las prisiones. No es cuestión de hacer grandes talleres. Nosotras estamos allí para acompañar y escuchar”, subraya.