José María Gil Tamayo: “Luché contra el virus, pero yo no tenía la última palabra”

José María Gil Tamayo, obispo de Ávila

Ha mirado de frente al coronavirus. Con lo que implica. Más de un mes de hospital. Diez kilos menos. Con el alta hospitalaria, pero no médica. Echando mano del oxígeno de vez en cuando. Pero sin parar de alentar a sus diocesanos de Ávila. Incluso se ha incorporado a las reuniones de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal que pilota la desescalada eclesial.

José María Gil Tamayo no ha perdido el buen humor. Pero, sobre todo, ha ganado en paciencia. En tolerancia consigo mismo. Y en confianza. Con Aquel que le llamó al sacerdocio. “No me han dado permiso para irme”, bromea.



PREGUNTA.- ¿Ha tenido la tentación de tirar la toalla en algún momento durante su convalecencia?

RESPUESTA.- Tirar la toalla, no. Me ha dado tiempo a pensar mucho. Y a rezar mucho. En el hospital me decían: “Usted no pone la tele”. Ha sido tiempo de soledad, de pensar, de rezar. Esto hace que pase tu propia vida por delante de ti. Yo decía: “Señor, si me has librado de tantas, por algo será”. Era mi manera de expresar el abandono en la Providencia. Pero no he tenido que acometer ningún empeño especial para entrar en esta dinámica interior. Siempre sentí una gran confianza, paz.

P.- Pero no lo ha tenido fácil… En total, 33 días ingresado.

R.- Ha sido una montaña rusa. Me lo decía alguna médico: “Don José María, usted avanza, mejora, pero luego vuelve para atrás”. Y yo le contestaba: “Es que ya soy un caballo viejo”. Me decían que hiciera esfuerzos, pero veía que ya no podía. Pero vuelvo a repetir: sentía una paz y una tranquilidad que no era la de la comodidad, sino de decir que yo iba a hacer todo lo posible, que iba a luchar, pero que no tenía la última palabra. Me sostenía también la oración de mucha gente que rezaba por mí. Ha sido una especial comunión de los santos.

Mi madre

P.- ¿El momento más duro?

R.- Lo único que me preocupaba, por las circunstancias de confinamiento e inmovilidad, era mi situación familiar. Mi madre anciana, con casi 90 años y con un hijo que había muerto hace poco más de un año. Mi preocupación era pensar en qué situación quedaba mi madre si me pasaba algo. Pero, insisto, con una paz inmensa, sabiendo que estaba en las manos de Dios, y en las de unos buenos profesionales, con una entrega y una servicialidad permanentes.

P.- ¿Qué ha aprendido?

La gran lección es que somos poca cosa, deudores de Dios y de los demás. Para un creyente, esto supone saber y tomar conciencia de que está en las manos de Dios. Me he visto muy dependiente, en manos de quienes me cuidaban con un cariño inmenso y una dedicación y competencia grande. Esto da un realismo y una humildad sobrevenida sobre tu propia condición.

Fe, esperanza y caridad

P.-¿Su “plan para resucitar” tras el Covid-19?

La vuelta a lo esencial. Es una vuelta a una mayor espiritualidad, esperanza y caridad. Fe en un Dios providente, que es Padre y que nos cuida. Eso se traduce en una espiritualidad más sincera al considerarse nuestra pequeñez, ese sentido de filiación, que se resume, en definitiva, en el Padrenuestro. Me he fijado mucho en esta oración, porque me alegré cuando se cambió la fórmula “perdona nuestras deudas” y se adoptó el “perdona nuestras ofensas”. Pero, al sentirme ahora débil, y deudor de los demás, he recuperado de alguna manera el sentido profundo de ser deudor. Somos deudores de Dios y de los demás.

También es tiempo de la virtud de la esperanza, de la que también escribió Benedicto XVI en Spes salvi. Sin oración no hay esperanza. La esperanza nos hace mirar al futuro, no con el optimismo de quien tiene todos los medios –nos hemos percatado en esta crisis de que no las tenemos todas consigo, pues hay cosas que nos sobrepasan–. Más bien, esperanza en Dios y esperanza en el hombre, que en esta circunstancia he visto en el personal sanitario y de tanta gente sirviendo, y es maravilloso. Esperanza en tanta gente buena.

Y caridad. Caridad en ese sentido de que ahora necesitamos más que nunca percatarnos de la alteridad. Percatarnos de los otros. Saber que solos no podemos. Renunciando a particularidades, personalismos y egoísmos. También en el ámbito eclesial. No decir “qué hay de lo mío”, sino “qué hay de lo nuestro”. Cambiar a primera persona del plural en esa caridad efectiva.

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