Merche Calle y Carolina Martínez: semillas de paraíso

Merche Calle y Carolina Martínez, religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos

Merche Calle Díaz y Carolina Martínez Fuertes se han conocido en los últimos meses en Madrid, pero parece que llevan toda la vida compartiendo amistad. Las dos se consagraron en la Sagrada Familia de Burdeos y, aunque en un principio ninguna había pensado en ser misionera, al final ambas religiosas han dedicado su vida entera a ello, encarnándose la primera en Paraguay y la segunda en Chad y Camerún.



Calle nació en Piornal (Cáceres) en 1946. Tras ingresar en 1972 en la comunidad, recorrió como maestra varios colegios. Pero todo cambió cuando, en 1984, llegó la noticia de que había muerto en Paraguay su compañera de congregación María Dolores Paniagua: “Me interpeló su muerte, tan joven, pues con ella se quedaba huérfana la Misión de Santa Teresita, en El Chaco, en el Vicariato Apostólico del Pilcomayo”.

Sin dudarlo, acudió para cubrir su puesto, inaugurando, sin saberlo, una vocación misionera que lo sigue llenando todo, 36 años después.

Lo primero de lo que se dio cuenta es de que debían adecuar su respuesta a la realidad de El Chaco, “poblado por tres pueblos indígenas, los nivaclé, los guaraní occidentales y los guaraní ñandeva, cada uno con sus costumbres, cultura y lengua. Todos venían a nuestra escuela, pero les enseñábamos en español y muchos no avanzaban. Cambiamos el modelo y concretamos la enseñanza para cada pueblo en su lengua, lo que dio muchos resultados, a nivel académico y, sobre todo, a la hora de apoyar la pervivencia de sus culturas, que se estaban perdiendo al hablar solo su lengua los mayores y no los jóvenes”.

Tras jubilarse meses atrás y retirarse la Misión de Santa Teresita por falta de hermanas, Calle abandona El Chaco y emprende otra misión en Paraguay, en Ñemby, donde apoyará el trabajo de sus hermanas en sus distintos proyectos sociales y eclesiales. A un ritmo ya más pausado, “mientras pueda, seguiré encarnando la alegría y el gozo de la consagración al Señor, ayudando a otros a vivir y viviendo yo misma”.

Toda una aventura

Carolina Martínez llegó en 1971 a Chad, a un pequeño pueblo llamado Tagal. “Recuerdo –rememora– los bailes de alegría de la gente al recibirme. ¡Y me invitaron a una boda!”. El centro médico era una choza con techo de paja, junto a un cura francés y a una monja: “No conocía el idioma y tratábamos el paludismo, el sarampión, la meningitis, partos, mordeduras de serpiente… La gente venía incluso de madrugada, andando durante kilómetros cargando a los enfermos en camillas con palos. Otras veces, nosotros viajábamos para atender urgencias. Te podía pasar de todo, desde que te sorprendiera un incendio hasta que te asaltaran unos soldados”.

A nivel de fe, era testigo de “un gran movimiento. Había 300 catequistas y 200 bautizos al año. Muchos por agradecimiento a nuestra labor. Salvamos a una mujer en un parto de gemelos; ya tenía 10 hijos y costó, pero salió adelante. Ese domingo vino toda la familia a la iglesia y dejó en el ofertorio sus símbolos paganos, convirtiéndose al cristianismo. Comandaba el grupo el esposo, que era polígamo y venía con todas sus mujeres”.

Atención limitada por la guerra

Fue un tiempo “de gozo”, pero condicionado por la guerra. En 1978, saquearon su comunidad y las dejaron sin nada, teniendo que salir del país unos meses. Pudieron volver y estar ocho años más, hasta que su congregación la mandó a Camerún. Se fue con la alegría de conseguir la erradicación de la viruela o la lepra.

En Camerún estuvo en una población mucho más grande, en Sir, en una región de montaña. “Contaba con un equipo –ilustra– de ayudantes y varias farmacias y centros de salud. Desarrollamos un buen programa de atención a los leprosos, pero, al sufrir unos cuantos asaltos, nos mudamos a la ciudad más cercana, Mokolo”.

Allí, le marcó una pastoral muy especial: “Visitaba a los presos en la cárcel. Tenía capacidad para 80 personas, pero había más de 800. Había celdas con 20 internos y se turnaban para dormir. Era muy duro. Les llevaba medicinas, ropa y comida. Muchos estaban enfermos de sarna. Formé a dos voluntarios y creamos un medicamento con aceite de motor, azufre, petróleo y jabón… ¡Y se curaban!”.

Lea más:
Noticias relacionadas
Compartir