Misioneros extraordinarios en lo ordinario: Joaquín Ciervide, ¡República Democrática del Congo es mi misión!

Joaquín Ciervide, misionero español en Chad

Si en España hay una tierra misionera por antonomasia, esa es Navarra, cuna de Francisco Javier y de los más de mil sacerdotes, religiosos y religiosas que hoy viven su vocación en 70 países. Como explica con humor el jesuita Joaquín Ciervide, nacido en Pamplona hace 75 años, a mediados de los 60, cuando con solo 20 años ya decidió que se iba a las misiones, “ya se decía que, en cualquier misión que se visitara, se encontraría a una monja navarra… Y, si era superiora, es que era de Olite”. Con el entusiasmo de la juventud, fue él quien pidió, en 1964, ir a Congo por “el deseo de dedicarme a los pobres”.

“Íbamos jóvenes –recuerda–, todavía estudiantes, porque así podíamos aprender lenguas (en mi caso, francés y lingala) y familiarizarnos con el país”. En esos primeros cinco años de “verdadera inmersión”, se dedicó a conocer a sus vecinos, estudiar Filosofía y trabajar de “maestrillo” en un colegio. Una experiencia que le valdría para, entre 1975 y 1985, ya como sacerdote, trabajar en el colegio Bonsomi, en Kinshasa, la capital. “Era –rememora– el segundo colegio de jesuitas en aquella ciudad, tras el Boboto, en el barrio elegante de Gombe, un colegio en el que, en tiempos de la colonización, solo había alumnos blancos y donde, en mi tiempo, únicamente los políticos y los poderosos podían mandar a sus hijos allá”.

Un primer fracaso

Ciervide, luego director del centro, reconoce que le pudo la “ambición” y el “deseo inconfesable de hacerlo tan bien o mejor que el adversario”. Pero a él le agotó y, al fin, vio cómo sus grandes resultados (todos los alumnos aprobaban y con muchos méritos) no lo fueron tanto: “Recientemente, volví a Kinshasa después de 15 años de ausencia, y así me pude poner al día de lo que hacen nuestros entonces mejores antiguos alumnos. La mayoría han emigrado a Europa y han cumplido ‘el sueño de salir del Congo’. Pese al orgullo, vi que habíamos fracasado. Queríamos elevar el nivel de vida de los barrios obreros, pero hoy todos viven fuera de esos barrios”.

Los siguientes 15 años, entre 1985 y 2000, los pasó como párroco en el barrio de Kindele, en Kinshasa. “En visión retrospectiva –explica–, esos años fueron para mí un tiempo de gracia, un verdadero aprendizaje en la escuela de los pobres”. Conoció a personas que le dieron muchas “lecciones de vida”: “Me acuerdo de Marcel Limbaka, que murió de sida en 1996. Eran los años en los que el sida se propagaba como el fuego de un bosque y no tenía curación. Estuve con él en el hospital, cuando conoció la noticia. Me pidió que rezáramos y, al final, dijo de todo corazón: ‘¡Me siento colmado!’. Yo alucinaba: ¿cómo era posible tal paz y felicidad? Dios es grande, como les gusta decir a los africanos”.

Jean, como Jesús en la Cruz

Otro del que aprendió mucho fue Jean Kisenda: “Era un joven con cierta discapacidad intelectual. Estaba siempre en la parroquia y, si nos descuidábamos, se llevaba una vela o una vinajera. Su madre siempre devolvía las cosas. Un día se fue a pasear por otro barrio de la ciudad. Lo tomaron por un ladrón y lo mataron: le apalearon y le derramaron petróleo en los oídos. Su madre lo encontró unas horas antes de su muerte. Ella me dijo dos expresiones de Jean antes de morir: ‘Perdono a todos lo que me han hecho mal’ y ‘doy mi alma a Dios’. Como las palabras de Jesús en la Cruz”.

Entre 2000 y 2009, fue el responsable del Servicio Jesuita a los Refugiados (SJR) en los Grandes Lagos (República Democrática del Congo, Ruanda y Burundi). Fueron los años más intensos, donde vivió de cerca la guerra (cuatro compañeros suyos murieron asesinados) y la situación de muchos campos de refugiados, donde regentaban escuelas. Lo más duro lo vivió “en el Chad, en el borde sur del desierto, donde todavía malviven 250.000 refugiados sudaneses de la provincia de Darfur, repartidos en doce campos”.

El miedo de cerca

Allí, reconoce con sinceridad, hice “la experiencia del miedo y de mi cobardía. En noviembre de 2006, un grupo de rebeldes chadianos tomó la ciudad de Abeche, donde yo me encontraba. Desde la mañana a la noche, se oyeron bombazos y ametralladoras, cada vez más cercanos. Después de la cena, ya de pie para ir a dormir, oí una voz de mujer: ‘¡Socorro! ¡Socorro!’. No tuve valor de salir de la parroquia para ver qué pasaba. Me fui a la cama. Al día siguiente, el jesuita Joël Roumeas nos explicó que él sí había salido. Se trataba de un soldado que quería robar y que se escapó a la vista de Joël. Este había traído a la señora y a toda su familia a pasar la noche en la seguridad de la parroquia. Todavía me da vergüenza cuando cuento este incidente”.

Sin embargo, lo peor fue hacia 2001, en Baringa (Congo), cuando se vieron totalmente aislados, interrumpida la circulación fluvial por el río Congo y sus afluentes: “Es una región de selva, donde no hay ni pistas ni carreteras. Toda circulación se hace en barco o en piragua. La consecuencia fue que toda la región quedó aislada de la civilización, sin medicamentos, sin ropa, sin jabón, sin sal. Cuando por fin empezaron a navegar barcos, desde el SJR retomamos el hospital de Baringa. No quedaba ningún medicamento y las enfermedades de malnutrición, de amebas, de piel y de paludismo se habían disparado. Ante los horrores que vivía la gente, recuerdo que, hablando mal y en corto, lo que me venía a la cabeza con frecuencia era: ‘¡Qué puta, pero qué puta es la guerra!’”.

Sin reproches hacia Dios

“No se me ocurría –añade– hacer reproches a Dios, ni siquiera me sentía competente para repartir responsabilidades y pensar de quién era la culpa de aquella situación, si de Mobutu o de Kabila, si de Jean-Pierre Bemba o de Mobutu. Era simplemente una situación de desastre y había que ayudar a la gente a salir de aquel agujero. Mi cólera contra la guerra giraba hacia considerar la importancia de la mediación y la reconciliación, pero nada más”.

“En Baringa –concluye–, a diferencia de otros contextos, el SJR éramos la única ONG presente, por lo que nos teníamos que ocupar de la ayuda humanitaria más urgente: había que salvar vidas que realmente estaban al borde de la muerte”. Necesitaban agua, mantas, vacunas, comida o tiendas de campaña. Solo tenían precariedad, pero también fe y esperanza: “Mi oración, más que lamentarme o dejarme llevar por sentimentalismos inútiles, era: ‘Señor, que ellos vean cómo pueden sobrevivir y que nosotros veamos cómo podemos estar con ellos, ayudándoles a que sobrevivan’”.

Vuelta al hogar

Estos últimos años Ciervide está al servicio de la red de educación jesuita Fe y Alegría. Con ellos ha estado varios años en Chad y Madagascar, siempre acompañando proyectos de formación de las comunidades. Aunque ahora vuelve a casa: “¡Al Congo de mis entrañas, donde aterricé un día, hace ya 55 años años!”.

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