La fe de Abraham Lincoln

  • Hijo de padres baptistas, nunca afirmó públicamente pertenecer a una confesión cristiana concreta
  • En su discurso de Gettysburg pidió que “la nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad”

Abraham Lincoln

Abraham Lincoln ha pasado a la Historia por varias cosas: por ser el 16º presidente de los Estados Unidos (1861-1865), por abolir la esclavitud en su país, por sacar a flote a la nación en medio de la mayor catarsis de su Historia (la Guerra de Secesión) y, finalmente, por no poder escapar de todas esas dificultades: fue asesinado el 15 de abril de 1865 en un teatro de Washington, en pleno ejercicio de su poder.

Una faceta menos conocida es su vertiente religiosa. Hijo de padres baptistas, nunca afirmó públicamente pertenecer a una confesión cristiana concreta, pero la realidad es que Dios estuvo muy presente en muchos de sus alocuciones públicas. Y eso que hablamos de uno de los mejores oradores del siglo XIX…

La batalla más sangrienta

Seguramente, el más famoso de sus discursos fue el que pronunció en Gettysburg el 19 de noviembre de 1863, en la dedicatoria del Cementerio Nacional de los Soldados en este enclave de Pensilvania, solo cuatro meses después de la histórica batalla que allí se dio, siendo la más sangrienta de toda la Guerra Civil Estadounidense.

Dos años ante de concluir la guerra fraticida (y de agotar su propia vida, cuando apenas contaba con 56 años), Lincoln inició sus palabras de este icónico modo: “Hace ochenta y siete años, nuestros padres crearon en este continente una nueva nación…”. Para, a continuación, rezar apelando a la autentica concordia y el perdón, para que “esta nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra”.

Un apasionado de Dios

Como han asegurado sus principales biógrafos, Lincoln fue un apasionado de Dios, aunque, seguramente, veía en las distintas Iglesias obstáculos para su encuentro con el Jesús del Evangelio. De ahí que lo buscara infatigablemente y de un modo personal en la lectura de la Biblia (cuyo ejemplar portaba habitualmente allí donde iba), cuyas citas impregnan muchas de las intervenciones públicas de un hombre que es Historia con mayúsculas.

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