La discriminación acumulada de las personas LGBTI en las cárceles

Un desafío de la pastoral penitenciaria colombiana

Cuando llegó al pasillo en que dormiría los siguientes 22 días, el olor a basuco, a marihuana y a preso se le echó a la cara en una sola bocanada. Había sido asignado al patio tres: el peor de la cárcel La Picota. En medio del hervidero humano, Alfonso intentó acomodar su colchoneta junto a las escaleras de un baño contiguo. Mientras la doblaba buscando la forma de que no se le mojara, dos hombres armaban un pistolo y un pipazo a su lado; otro más lo miraba desafiante, como quien busca qué robar tan pronto se presente la primera oportunidad.

“¿Usted qué mete, cucho?”, alcanzó a preguntarle el cacique del sector antes del caos. Al rato, una pelea se desató en el pasillo y se blandieron cuchillos de puntas tan largas como las que Alfonso había conocido en el Cartucho, siendo habitante de calle. Cogió lo suyo como pudo y se metió asustado en un rincón. “Hasta aquí llego”, pensó. “No tengo fuerzas para avanzar más”. Había intentado escapar de la droga en los meses anteriores. Ahora caía preso en un sitio donde el consumo cundía, generando altercados como el que acababa de darle la bienvenida.

En los días siguientes otro asunto agravaría su desazón, demostrándole lo difícil que sería la cárcel, particularmente, para él. Bajo la ley del más fuerte, en el patio tres un muchacho gay era víctima de toda clase de abusos; y, aunque buscaba ayuda, exigiéndole protección a la guardia, sus súplicas eran permanentemente ignoradas. Alfonso, también homosexual, se prometió a sí mismo que no permitiría que eso le pasara a él; aunque durante su paso por La Picota tuviera que esconder lo que era, aunque el tiempo de su reclusión se prolongara.

 “Por ser lo que soy”

Como lo ha afirmado recientemente la ONG Colombia Diversa, debido a los prejuicios en razón de la orientación sexual y la identidad de género, muchas personas LGBTI experimentan con mayor intensidad los problemas estructurales de las cárceles del país.

“El sistema penitenciario y carcelario en Colombia se caracteriza por una vulneración masiva y reiterada de los derechos fundamentales”, explica María Elena Villamil, investigadora de la institución. “En varias oportunidades la Corte Constitucional ha declarado que las cárceles del país operan de forma contraria al orden constitucional. Para noviembre de 2016, la Contraloría General constató que los problemas de hacinamiento e infraestructura, lejos de mejorar, han empeorado en los últimos años”.

La Corte Constitucional también ha ordenado al INPEC reformar sus reglamentos con el propósito de garantizar los derechos humanos de las personas lesbianas, gays, bisexuales y trans privadas de la libertad. Como resultado de ello, en diciembre pasado apareció un nuevo Reglamento General que, en opinión de Colombia Diversa, es un cambio normativo importante, aunque debe acompañarse de otras medidas para que sea efectivo en materia de protección a los derechos humanos.

La ONG documentó en un informe dado a conocer semanas atrás casos de violencia contra las personas LGBTI en establecimientos carcelarios, analizó su impacto sobre la vida e integridad de esta población y llamó la atención sobre la responsabilidad del INPEC en relación con la problemática.

Vida Nueva, en conversación con Alfonso, acudió a sus recuerdos para dar una idea de lo que la población LGBTI tiene que afrontar en las cárceles. Junto a la imagen de internos que murieron sin recibir atención médica, Alfonso conserva la indignación por cuenta del castigo de más que supone para esta porción de la ciudadanía  ser presa de una discriminación mayor a la que recibe en la calle. “Partamos del hecho de la vulneración de los derechos humanos de la población carcelaria a nivel nacional”, explica: “esa vulneración se magnifica en el caso de la población LGBTI”.

Habiendo decidido no asumir un rol de subordinación y guardándose para sí su identidad sexual, durante su paso de dos años por La Picota Alfonso sentía admiración por las mujeres trans que, en medio de una cárcel para hombres, resistían en sus expresiones de género. Y esto, a pesar de la violencia que se les imponía. En su entrada a la cárcel, alguna no pudo evitar que la raparan. Alfonso tiene viva la imagen y hace la siguiente reflexión. “Eso es pasar por encima de los derechos humanos de cualquier persona. A mí, como hombre, oblígueme a tener un corte. Pero a una chica trans, que toda su vida ha luchado contra sí misma, contra su familia, por ser mujer, lo peor que le pueden hacer es cogerle el pelo y quitárselo. ¿En dónde está el derecho? Ahora hay muchas que tienen el pelo largo, pero les ha tocado pedir al juzgado que les den aprobación, hacer tutelas; eso no debería ser algo que se luche, debería ser algo que existe”.

Y alguna vez, tras una redada, el capitán a cargo de la guardia amenazó con trasladar de patio a quien fuese descubierto en conductas tachadas como obscenas por los agentes del INPEC. “¿En qué cabeza cabe que en una cárcel con más de 8.000 hombres pueda haber una regla según la cual una relación entre dos personas  sea motivo de traslado?”, pensaba Alfonso para sus adentros, mientras el capitán elevaba sus amenazas. “Si para la Iglesia es pecado; si la sociedad nos tacha, aparte de que cometimos un delito por el cual estamos pagando; y por encima, por ser lo que yo soy recibo más castigo… discúlpeme la expresión: pero tienen güevo”.

Durante meses Alfonso evitó que un amigo lo fuese a visitar a la cárcel. Habían tenido una relación amorosa en el pasado. Una y otra vez, durante un mes y otro, su amigo le insistió que estaba interesado en verlo. Después de más de un año de cautiverio, Alfonso lo incluyó en la lista de personas que podían visitarlo; pero nunca perdió de vista que, a toda costa, debería evitar entre ambos cualquier manifestación de afecto que llegase a serle perjudicial. Jaime no tardó en presentarse en La Picota. Quiso abrazar a Alfonso y llorar a su lado, pero tuvo que controlar sus emociones. Quiso acceder a una mayor intimidad, pero le fue imposible. Ese día fue de los últimos en salir. Y esa fue su última visita.

Una pastoral marginal

En el tiempo que estuvo preso, Alfonso encontró refugio en la religión para no sentirse solo. Según afirma, el grupo de apoyo espiritual de la cárcel, animado entonces por el padre Wilson Castaño, lo hizo volver a sentirse un ser humano.

El sacerdote, hoy coordinador de la pastoral penitenciaria, responde a la pregunta por el desafío que significa para la Iglesia la situación de discriminación acumulada que vive la población LGBTI en las cárceles. “Tenemos un trabajo enorme por delante: lograr cambiar esa mentalidad en la sociedad; y lo digo desde la Iglesia: lograr ver a cada persona, sin importar sus circunstancias; pero no porque la ley lo diga, sino porque somos creyentes; como parte de una Iglesia que reconoce al otro en su condición humana como es”.

La suya es una pastoral marginal, en tanto que está dedicada a atender una porción del país que no puede disfrutar plenamente de sus derechos; una atención en actitud de respeto, como explica el sacerdote: sin juzgar ni condenar.

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