Tribuna

Selfie: la expresión de una sociedad egoísta

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Al principio era el temporizador automático. Todo lo que tenías que hacer era encontrar un punto de apoyo bastante estable, asegurarte de que el marco fuera lo suficientemente ancho, presionar el botón y correr. El resultado se vería pocos días después: cuando se ha agotado el carrete y transcurrido el tiempo necesario en el laboratorio para el revelado y la impresión de la película. Después las cámaras cambiaron. Cada vez más pequeñas y ligeras, han pasado a formar parte de las dotaciones de los teléfonos móviles. Hasta el punto de que aparece también el segundo ojo, girando la cámara hacia el que hace la foto.

Adiós a los grandes álbumes llenos de fotografías que conservan la memoria de las generaciones familiares y que los niños hojean de rodillas junto a los abuelos, expertos en dar nombre a los rostros que aparecen en las imágenes amarillentas. Y adiós a las tardes con los amigos, convocados a una cena de pizza y cerveza que terminan con una sesión para “admirar” las diapositivas del último viaje fuera de la ciudad, delante de una sábana colgada en la pared.

Stop. Basta. Todo ha terminado. Ahora solo hay que asegurarse de que el teléfono está en el modo correcto, estirar el brazo, enfocar y listo. El selfie está servido. Listo para viajar en Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat para dar a ‘me gusta’, crear ‘tags’ o emoticonos. ¿Y luego qué? Después, quien se ha visto, ya se ha visto. Y queda muy poco de esas fotos hechas y publicadas en la web. Tal vez el recuerdo, sin que haya tiempo y paciencia para encontrarlos en la memoria obstruida del teléfono o en una nube digital.

El ejército del selfie

El verano pasado, se escuchaba en la radio y en la televisión una canción cuyo estribillo decía: “Somos el ejército del selfie”. No habría sido posible encontrar una expresión más adecuada para describir el fenómeno que comenzó en 2011 cuando apareció la primera cámara doble en un teléfono móvil. A lo sumo, se podría corregir aquella dimensión cuantitativa de esa expresión, que se aproxima por defecto. El ejército ya es una tropa, transnacional y transgeneracional, uniformemente sujeto a una sola disciplina: la celebración del “yo”.

En 2014, se realizó una encuesta por parte de un fabricante de teléfonos móviles que estimaba que cada mes se compartían alrededor de 29 millones de disparos automáticos en todo el mundo. Ese mismo año, la universidad católica italiana del Sacro Cuore, junto con la Fundación Ibsa, presentó los resultados de una encuesta realizada a 150 personas de más o menos 32 años de edad. La mayoría de los encuestados (el 39%) dijo que se hace selfies principalmente para “entretener a los demás”. Pero hay muchos que lo practican por pura vanidad (el 30%) o para “contar un momento de su vida” (21%). La misma encuesta mostró que las mujeres tienen una mayor propensión a la autoestima que los hombres, pero con un propósito más íntimo: “Me hago selfies para mostrar cómo soy y cómo me siento”.

Basta con mirar a nuestro alrededor para entender la dimensión planetaria de este fenómeno, aunque no sean fáciles de comprender las necesidades profundas que promete satisfacer. En la sociedad líquida descrita por Zygmunt Bauman, el miedo atávico a la soledad y a ser ignorados por los demás, ha aumentado. La conexión de 24 horas impone nuevos comportamientos para decir “estoy allí”, pero aumenta la inseguridad y la frustración. El Narciso 2.0, incapaz de distinguir entre lo público y lo privado, no se contenta con contemplar el reflejo de sí mismo que aparece en la pantalla del teléfono móvil. Se nutre del reconocimiento y del consentimiento de los demás. Un hambre insaciable que puede convertirse en patología –reconocida por la asociación de psiquiatras de Estados Unidos– y poner en riesgo la vida: el año pasado una universidad de Pensilvania registró 170 casos de muerte por selfie “extremo”.

Los selfies del Sínodo

Como cualquier medio y forma de comunicación, el selfie no es neutral. La naturaleza misma de las imágenes y la omnipresencia de la red la convierten en una herramienta poderosa para crear consenso: “Yo soy uno como vosotros”, así que “dame tu voto”, “compra mis productos”, “lee mis libros”. Pero también denuncia y da testimonio. En Brasil, por ejemplo, muchos jóvenes lo utilizan para mostrar la violencia en las favelas donde viven. En algunos países árabes, el selfie ha sido fuente de campañas exitosas para la emancipación de las mujeres. Para muchos inmigrantes, también es una forma de hacer saber a sus familias que aún están vivos. Y los jóvenes que, en la apertura del Sínodo dedicado a ellos, fueron a Roma para encontrarse con el Papa dijeron: “No somos una masa anónima, yo también estoy”.

Pero los selfies tienen limitado su objeto fotografiado. Por mucho que se pueda estirar el brazo, y aunque se utilice el palo selfie, el ángulo de visión queda limitado. Enfocado a quién está disparando y poco más. Un ojo está puesto en el “yo”, mientras que el otro solo existe para la apreciación o la desaprobación. El selfie es la expresión de una sociedad a la que se le ha reducido la vista. Encerrada en sí misma, en sus miedos y egoísmos.

Vivian Maier, la niñera fotógrafa a quien se le descubrió su talento por casualidad pocos años después de su muerte, ha dejado un gran número de imágenes, entre las que se encuentran muchos selfis, realizados con el reflejo de un espejo o de una vitrina. Hoy se hace fila para ver las obras de esta mujer que tenía un gran talento: sabía mirar a la gente. Y por esta misma razón, quizás, una gran parte de su producción permaneció encerrada en carretes que nunca llegó a desarrollar.

En un mundo saturado de imágenes, es necesario devolver la dignidad al rostro. Reconocer, como hubiera querido Emmanuel Lévinas, el valor de un lugar de encuentro con el otro y con la historia de la que es portador, para construir relaciones basadas en la aceptación, la confianza y la responsabilidad.

Más allá de los estereotipos que los adultos tratan de coser entre ellos, los nativos digitales parecen saberlo. Al menos cuando se les da el espacio para expresarse y se les da la atención necesaria para escucharlos, así como han intentado hacer tantas diócesis y parroquias pensando en la cita de octubre para la asamblea sinodal. Entre las muchas iniciativas, hubo un original concurso fotográfico organizado en abril por la parroquia de San Antonio de Alberobello, en la provincia de Bari, que invitó a los estudiantes de bachillerato a expresarse sobre el tema de las adicciones patológicas a través de fotografías en general y también fotos tomadas a sí mismos. Los resultados del concurso, apoyados por los departamentos competentes de las autoridades sanitarias locales de las ciudades italianas de Bari y Taranto, fueron sorprendentes. Sin retórica. Solo el deseo de hacer un disparo más y seguir adelante. También con un selfie.

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