Tribuna

Salvar la humanidad

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Como misionero claretiano destinado en el barrio de las Rehoyas de Las Palmas de Gran Canaria estoy emplazado a ser autor de fraternidad. Intento vivirla encarnándola con sencillez y esperanza, fomentando la comunión desde una presencia samaritana por los caminos de un mundo, como es la inmigración, muy estigmatizado, y donde el sufrimiento tiene resonancias muy especiales, tanto en mi comunidad claretiana, como en la comunidad parroquial que tenemos la suerte de compartir. Aspiramos a suscitar los valores del Reino: la paz, la justicia, la vida y los derechos para todos, sin duda asumimos una postura profética y transformadora.



Por ello, vivir la fraternidad desde y en esta realidad me exige tejer redes de comunión con otros, especialmente, con todas esas personas y realidades que ponen al ser humano en el centro, y a ser creador de una comunidad de iguales, de hermanos, sin racismo, más fraterna, sintiéndome parte activa de una colectividad mucho más amplia, comprometiéndome en el barrio, en mi ciudad, en nuestro país, y solidarizándome con lo que está sucediendo hoy en nuestro mundo cada vez más inhumano, en ese modo concreto de identificarme con “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren”.

¿Queremos salvar la humanidad?

Nuestro hermano Casaldáliga interpelaba a los creyentes con una propuesta profética: ¿Queremos salvar el sistema o queremos salvar la humanidad?  Desde la óptica concreta de acompañar a las personas migrantes es evidente que quiero estar y salvar la humanidad, y me posiciono de parte de los más vulnerables. Para ello es necesario un continuo discernimiento para vivir en mayor coherencia con las necesidades reales de estos hermanos.

Hoy, por desgracia, hemos tenido la oportunidad de ser espectadores de situaciones esperpénticas dentro de la misma realidad eclesial. Creer en la fraternidad es trabajar y luchar por ella sin tirar la toalla aun en los momentos conflictivos, que no son pocos. La esperanza, mientras trabajamos por esta fraternidad todavía lejos, es la mejor experiencia de que estamos movidos por ese Espíritu que todo lo hace nuevo.

Por delante seguimos teniendo desafíos. En primer lugar, para ser hermano y vivir la fraternidad, y no solo desde esta realidad de la migración, se requiere ser buscadores infatigables de lo esencial, y es que nuestro Dios es Padre de toda la humanidad. También de las personas migrantes que estamos excluyendo.

En segundo lugar, debemos promover, por un lado, una espiritualidad de la comunión que nos capacite para sentir al otro, al distinto, como hermano, como “uno que me pertenece”, sencillamente, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Y, por otro lado, se hace urgente progresar en la espiritualidad de ojos abiertos para ver y hacer propio el dolor y sufrimiento ajeno, así como detectar la vida que surge en los márgenes de nuestra sociedad.

Y, por último, crecer en la solidaridad, continuar el secular ejercicio del compartir, lo que somos y tenemos, en todas las direcciones y en todos los ámbitos de la existencia, sobre todo con los más desfavorecidos, y, en concreto, con esta realidad humana que nuestro mundo con sus políticas deshumanizadoras tanto hace sufrir.

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