Tribuna

¿Qué significa “hacer penitencia”?

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¿Qué significa la expresión “hacer penitencia”?

“Sacrificio”, “penitencia”, “contrición”… Estos términos a veces siguen sonando como si se utilizaran en la antigüedad. En el imaginario cristiano, siguen transmitiendo, para algunos, mucho sufrimiento. Una representación dura, pero alejada del significado original del término “penitencia”. “Derivado del latín paenitentia -que traduce el mandato de Cristo “convertíos”-, este término llama etimológicamente a un cambio de vida, de comportamiento, de manera de relacionarse con Dios y con los demás“, explica Hélène Bricout, directora adjunta del Instituto Superior de Liturgia del Instituto Católico de París (ICP) y coeditora del libro Faire pénitence, se laisser réconcilier (con el Hermano Patrick Prétot).



En la tradición católica, el acto de penitencia consiste en reconocer las propias faltas durante la confesión y aceptar el castigo determinado por el propio pecador o por el sacerdote para expiarlas. “En el sacramento de la penitencia, los fieles que confiesan sus pecados, arrepentidos de ellos, obtienen de Dios el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, mediante la absolución dada por el mismo ministro, y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron al pecar”, afirma el Código de Derecho Canónico (canon 959). La penitencia interior del cristiano puede expresarse de diversas maneras, pero las Escrituras y los Padres de la Iglesia insisten principalmente en tres de sus formas: el ayuno, la oración y la limosna.

El Papa en la celebración penitencial de la cumbre antiabusos/EFE

¿Cómo entiende la Biblia la penitencia?

“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Sal 50); “Convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor” (Jl 2,13); las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida y de la moneda perdida (Lc 15), el relato de la conversión de san Pedro después de haber negado tres veces su fe (Mc 14, 66-72)?

Desde los libros de los Profetas hasta el Nuevo Testamento, los textos están llenos de referencias a la penitencia. El enfoque bíblico parece concebirla como una puesta en práctica de la palabra de Dios -por mediación de Cristo- para hacer participar a los pecadores en el misterio pascual de la resurrección. “La llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores ‘el saco y la ceniza’, los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón”, nos recuerda el Catecismo (n. 1430).

“En la Biblia, la penitencia comienza expresando el esfuerzo, a veces difícil, doloroso, por cambiar de vida. Esto es lo que vemos en primer lugar. Pero hay que ver la meta, la finalidad: volver al Señor, es decir, volver a una vida más fiel y al amor de su nombre“, apoya el padre Xavier Lefebvre, párroco de Saint Augustin (París), enviado como misionero de la Misericordia en 2016 por el papa Francisco.

¿Cuál es la historia de este sacramento y por qué sufre desafección?

Sacramento de conversión, penitencia, reconciliación, perdón… Al igual que sus numerosos nombres, este rito ha experimentado cambios considerables a lo largo de los siglos. Tanto que a veces ha sido difícil reconocer una “identidad” fundadora, que se remonta a los primeros apóstoles. “La historia de este sacramento es compleja y ha mostrado la voluntad de la Iglesia de ajustarse a las necesidades espirituales de cada época, adaptando sus formas de entender y poner en práctica el perdón traído por Cristo”, explica Hélène Bricout.

En la Antigüedad, el sacramento se difundió sobre todo en forma de “penitencia pública”, administrada entonces por el obispo. No fue hasta el siglo VII cuando empezó a imponerse el modelo de “penitencia repetible”, originaria de las ciudades anglosajonas, en forma de confesión privada con un sacerdote. “Esta forma evolucionó después, sobre todo a partir del siglo XII, hacia la que conocemos hoy, haciendo menos hincapié en el cumplimiento de la pena que en la confesión de las faltas“, prosigue el teólogo.

A partir del siglo XIX, sin embargo, la práctica de este sacramento entró en decadencia. “Sufrió su imagen de penuria, bien por confesiones estereotipadas sin efecto, bien por una visión judicial del sacramento, con la representación de un Dios juez y vengador. También influyó el terrorismo clerical en el confesionario“, subraya.

¿Y hoy? “No me apetece”, “No lo necesito”, “Siempre recaigo”… Pronunciados con más o menos mala gracia, estos argumentos para “cortar por lo sano” siguen oyéndose a menudo. “Hay dos explicaciones posibles para esta desafección; una es social, en una sociedad en la que la petición de perdón puede interpretarse como la característica de la moral de los débiles“, descifra el padre Lefebvre, “y la segunda, más religiosa, está relacionada con la experiencia de la falta y del pecado. Es el miedo a encontrarse ante Dios y a olvidar que su misericordia es infinita”.

¿Cómo reafirmar su pertinencia?

En el siglo XX, la Iglesia se ha esforzado especialmente por reafirmar su importancia. “A partir de los años 50, después de la Segunda Guerra Mundial, la gente se dio cuenta de que el pecado no era solo una cuestión de infracción personal de las normas establecidas por Dios, sino que también había que soportarlo colectivamente. Tomamos conciencia de que la Iglesia también era pecadora…“, afirma Hélène Bricout. Tras el Concilio Vaticano II, Roma promovió, a través de su nuevo ritual Ordo Paenitentiae (1973), la realización de celebraciones comunitarias del sacramento, con confesión y absolución.

Desde entonces, la Iglesia no ha dejado de recordarnos su pertinencia. “¡Dios no se cansa de perdonarnos! Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”, dijo el papa Francisco en el primer Ángelus de su pontificado, en marzo de 2013. “A través de este sacramento, es Dios quien nos libera del mayor peligro de todos: convertirnos en nuestros propios jueces“, asegura el padre Lefebvre. “La gracia sacramental frena cada vez el ciclo del pecado: nos da la alegría de saber que Dios nunca se desanima”.


*Artículo original publicado en La Croix, ‘partner’ en francés de Vida Nueva