Tribuna

No hay excepciones para el secreto de la confesión

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El 7 de junio de 2018, la Asamblea Legislativa del Territorio de Canberra aprobó una ley que obliga a los sacerdotes a romper el secreto de la confesión si llegaran a conocer algún caso de abuso sexual de menores. Con tal decisión, el órgano legislativo del Distrito Federal de la capital australiana traspasó una línea roja que nadie antes había cruzado. Hay otras iniciativas parlamentarias en diversas partes del mundo –por ejemplo, en Chile– que apuntan en la misma dirección. Ante este panorama, el Vaticano mueve ficha y acaba de publicar una ‘Nota sobre la inviolabilidad del sigilo sacramental’, que no admite excepciones.

El sacramento de la penitencia es un bien del máximo valor para la Iglesia, al que se dispensa la protección oportuna, también en el orden jurídico. Concretamente, la revelación por parte del confesor de la identidad del penitente o de los pecados confesados es un delito canónico castigado con la pena de excomunión automática reservada a la Sede Apostólica. Si el acto de la violación del sigilo hubiera trascendido al fuero externo, el delito es de los reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe, es decir, que, en cuanto delito, ha de ser juzgado por ese Tribunal.

Confesión en la JMJ de Río de Janeiro

Un joven recibe la absolución tras confesarse durante la JMJ de Río de Janeiro, en 2013

Más allá de la esfera penal, la protección que el Derecho Canónico dispensa a la intimidad del penitente se traduce en medidas de tipo administrativo y procesal. Se prohíbe que quien está constituido en autoridad en la Iglesia haga uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de pecados que haya adquirido por confesión. Por otra parte, los sacerdotes son considerados incapaces para testificar en relación con todo lo que conocen por confesión sacramental, aunque el penitente pida que lo manifiesten; más aún, lo que de cualquier modo haya oído alguien con motivo de confesión no puede ser aceptado ni siquiera como indicio de la verdad.

Esta estricta disciplina canónica se pone a prueba en el caso de que el pecado confesado pudiera constituir un delito en sede civil. Pues bien, la Iglesia, ante esa eventualidad, reitera su criterio: se prohíbe que el sacerdote condicione la absolución a la obligación de que el penitente se incrimine a sí mismo ante la jurisdicción del Estado, de acuerdo con el principio de derecho natural según el cual nadie puede ser obligado a afirmar la propia responsabilidad penal. Lo que sí tendrá que hacer el confesor, naturalmente, es instruir al penitente que manifieste haber sido víctima de un delito acerca de sus derechos; y, en particular, habrá de informarle acerca de los medios para denunciar el hecho en el foro del Estado o de la Iglesia.

El sacerdote, en suma, no tiene obligación de denunciar los delitos conocidos a través de la confesión ni de testificar en juicio acerca de tales hechos. (…)

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