Tribuna

Las futuras “relaciones mutuas” en la Iglesia: desafío de una comunión misionera

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En Pentecostés de 1978, las Congregaciones para los Obispos y los Institutos Religiosos publicaban la Instrucción que se conoce como Mutuae relationes. El documento concretizaba la eclesiología de comunión del Vaticano II, en la relación de obispos y religiosos. Después de casi cuarenta años, era necesario repensar todo lo relativo a las “mutuas relaciones” y, especialmente, en las Iglesias particulares. El papa Francisco anunciaba a los Superiores Generales el 29 de noviembre 2013 que encomendaba tal revisión a los dos Dicasterios vaticanos. Recientemente se comenta que está próxima su promulgación.



Efectivamente, el tiempo trascurrido hacía necesario renovar estas “relaciones mutuas” tan importantes para la misión de la Iglesia. Una reflexión motivada también por una deficiencia en su praxis constatada en las últimas décadas. No podemos esconder las dificultades de relación que han existido y permanecen en el “cuerpo de la Iglesia” que debería distinguirse por la comunión y armonía entre todos sus miembros.

Por lo demás, desde 1985 se han celebrado Sínodos sobre las diversas vocaciones: fieles laicos, sacerdotes, consagrados, obispos que han ayudado al reconocimiento de la diversidad de los dones y ministerios y a comprender con más profundidad su identidad y sus relaciones en la comunión eclesial.

Las relaciones entre los miembros de la Iglesia y, en particular, entre los obispos y los consagrados se fundamentan en la concepción conciliar de la Iglesia como misterio de comunión y pueblo de Dios, en intima relación con la eclesiología de misión. Es posible que la comunión y la misión hayan sido las propuestas más fuertes del Magisterio postconciliar, reconociendo que el camino de la comunión es largo y se ecorre con dificultad y, sin embargo, se reconoce como esencial para la misión, la razón misma de ser de la Iglesia.

Recientemente, la eclesiología de comunión ha abierto el camino al reconocimiento de la co-esencialidad de los dones jerárquicos y carismáticos en la vida de la Iglesia y, en consecuencia, a la constatación de que las relaciones entre ellos no pueden vivirse en confrontación, yuxtaposición o desconocimiento, ya que tienen el mismo origen y el mismo propósito: son dones del mismo Espíritu para contribuir, de diferentes maneras, a la edificación de la Iglesia. No es concebible una oposición entre Iglesia institucional e Iglesia carismática.

El camino de la sinodalidad que el papa Francisco ha potenciado,  profundiza en el modo de vivir y gestionar la comunión eclesial, y por tanto, las relaciones mutuas, que deberán referirse a todos los miembros del pueblo de Dios. El reciente Sínodo sobre los Jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional ha reconocido que la sinodalidad es el modo de ser y de actuar de la Iglesia “en salida”, promoviendo la participación de todos los bautizados, cada uno según su estado de vida y vocación, acentuando así el carácter misional de esta sinodalidad.

La eclesiología de comunión y de misión deberá, en consecuencia, modelar todo lo referente a las relaciones en el Pueblo de Dios; confirmar  que todas las vocaciones y carismas y las formas de vida y misión que generan, son parte esencial de la Iglesia; promover la “sinodalidad” favoreciendo la circularidad, el respeto y la corresponsabilidad de cada vocación en la misión.

En particular, la eclesiología de una comunión misionera reclama una mejor comprensión y conocimiento de la identidad de la Iglesia local y de la vida consagrada inserta en ella. Entendida como expresión de la única Iglesia universal, que aún siendo una parte, contiene, sin embargo, el todo. A la vez, esta parcela se constituye por una concreta y viviente convergencia de carismas, ministerios y funciones bajo la presidencia en la caridad, del Obispo, a quien “compete no sofocar al Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno” (LG 12, AA 3).

En el corazón mismo de esta Iglesia particular nace y se desarrolla la Vida Consagrada “como don divino que la Iglesia recibió de su Señor” (LG 43), y  “como elemento decisivo para su misión,” (VC 3). Pertenece a ella de “manera peculiar”, esto es, sin ser considerada, casi exclusivamente, en relación a su funcionalidad, sino a su significatividad escatológica y profética en el seno del Pueblo de Dios, en una justa relación entre lo universal y lo particular de la Iglesia, que se verifica “cuando lo particular se abre a lo universal y se deja atraer y valorar por él” (Benedicto XVI, 5 noviembre 2010). Por su parte, se espera de los consagrados una actitud clara y sin ambigüedades, de inserción efectiva y afectiva en la Iglesia diocesana, donde en el desarrollo de  su misión gozan de una justa autonomía.

La eclesiología de comunión se fomenta con la vivencia de una espiritualidad de comunión, que favorece actitudes de encuentro con el “otro”, por lo que requiere una conversión que lleve a un cambio en el modo de pensar, decir y obrar, personal e institucionalmente. Habrá relaciones mutuas como expresión de la comunión eclesial, allí donde existan auténticos “encuentros” entre personas y grupos de personas, que se acojan y escuchen con respeto y dialoguen con humildad y espíritu fraterno, donde se cultive la búsqueda común de la verdad y el deseo de una cooperación fraterna en bien de la misión. “No habrá  verdadera comunión allí donde algunos mandan y otros se someten, por miedo o conveniencia” (Francisco 28 octubre 2016). En la comunión hay que dar prioridad a la comunicación y al encuentro, sobre las funciones, ya que la comunión se abre a la acogida y al diálogo y nos preserva de la autorreferencialidad.

La armonía de la comunión será el antídoto para las amenazas de absorción, aislamiento e independencia en las relaciones mutuas, que advertía el papa Benedicto, y a las que se ha sucumbido en nuestro tiempo. La diversidad de carismas enriquece la Iglesia y no es contraria a la comunión, que no es uniformidad sino armonía. El diálogo se distingue como cualidad de la comunión, y requiere una confianza mutua tal, que admite la posibilidad de tener en el “otro” una mediación del querer de Dios. El conocimiento y la estima mutua hacen posible esta confianza en las relaciones entre los pastores y los consagrados; también un conocimiento teológico, pero, sobre todo, afectivo y valorativo.

Auguramos unas nuevas relaciones mutuas en el Pueblo de Dios, que impliquen actitudes de encuentro, diálogo, de sincera conversión del corazón y de la mente para cambiar lo que pueda impedir una auténtica comunión misionera.

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