Tribuna

Elecciones y Reflexiones (I)

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Alternancia y Calidad Democrática

Le propongo estimado lector utilizar el “clima electoral”, en el que nos sumergen con marcada obsesión los medios de comunicación, para ejercitar con usted una trilogía de reflexiones ligadas al mismo pero desde una mirada algo más distante de las circunstancias concretas en torno a la contienda en juego.

La convocatoria a elecciones generales, sean parlamentarias, de gobernadores o presidenciales, es la oportunidad en la que los ciudadanos ejercen su potestad soberana de evaluar la gestión de un equipo de administración de gobierno, conferirle continuidad en el cumplimiento de las responsabilidades públicas o seleccionar una alternativa que lo suceda.

Esa práctica periódica ratifica la continuidad de la vida institucional de una sociedad pero no asegura su madurez y su calidad.

Las democracias maduras ofrecen otras cualidades más valiosas que la periodicidad electoral. Respeto por el adversario, ideas y opiniones interesantes ajustadas al ritmo de los tiempos, debates responsables donde se  escucha y responde, imaginación, vocación por mejorar la información y la formación del ciudadano.

Pero en términos de transiciones electorales el rasgo más distintivo de esas democracias es la disposición natural de los políticos y la sociedad en aceptar la alternancia en el ejercicio del poder.

Es un principio básico por el cual la dirigencia política manifiesta vocación, y estatura moral, a confrontar sobre los mejores modos de administrar el Estado, forma de lograr los objetivos comunes de la Nación. Porque el “interés nacional” es superior a la organización (estado) que lo administra. De allí que al lograr poder se accede a conducir objetivos compartidos, que incluye a ciudadanos de las más diversas y todas las orientaciones políticas. El poder que resulta de un proceso eleccionario es un poder de gestión, no de opción nacional. Si los valores fundamentales no están claros y aceptados por el conjunto, debe interpretarse que aún no hay Nación.

Sobreviene, inevitablemente, la tentación hegemónica que no respeta la diversidad de pareceres y tiende a imponer como bien general el que es en realidad el de un grupo particular que trata de hacerse del poder, confundiendo o  queriendo ignorar que “mayoría electoral” no es “totalidad social”.

En esos contextos los procesos eleccionarios adquieren el papel de “guerra total”: aniquilar al enemigo como consigna, ganar la batalla en los límites. Si esa es el criterio, no se confunda, no se trata de un juego democrático.

Este es parte del error, hay otras, que han llevado a la crisis de la democracia representativa en distintos países. Las urnas también suelen utilizarse como razón última para ejercer autoritarismo.

La madurez democrática es diálogo creativo, ejercicio del discurso para descolocar al adversario en el plano de las ideas, disposición para reconocer razones mejores a las propias, capacidad de corregirse, esperar y ceder lugar al otro mientras se recapacita para regresar. Es un juego de confianza y tolerancia donde la sociedad puede encontrar además la oportunidad de acrecentar su cultura cívica. ¿Cómo pretenderla si no es por la actitud ejemplar de quienes profesan la vocación política? ¿Pido demasiado?