Tribuna

El contenido más complicado de enseñar: la vida

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Cuando un nuevo grupo de estudiantes egresa de la escuela y se les pregunta qué aprendió durante todos esos años, ¿qué responden?, ¿qué nos dicen los jóvenes? Hagamos el mismo ejercicio, los adultos que hoy estamos en los hogares, todos, ¿qué sentimos que aprendimos en la escuela? Aprendimos a leer, a escribir, las operaciones matemáticas básicas, a convivir, a ser con y por otros. Si la respuesta a esa gran pregunta llegara a ser un contenido puntual es porque seguro está asociado a un ambiente, a una circunstancia concreta, a una anécdota. O podemos recordarlo porque ese contenido despertó nuestra vocación, porque ese tema hizo en nosotros cuestionarnos y cuestionar estructuras, normas establecidas, pero no lo hizo solo el contenido, sino quien lo enseñaba. No importa solo lo que se aprende, sino quién enseña lo que aprendemos. Necesitamos de un otro para ser un yo y luego un nosotros.



Entonces, ¿cuáles son los mejores recuerdos de la escuela, esos que hasta nos hacen emocionar hasta las lágrimas? Son esos que marcaron un antes y un después en tu vida, buenos y algunos no tanto. Por eso, la escuela debe seguir enseñando para la vida. Son los valores que en ella se juegan, desde jardín de infantes hasta el secundario, los que conforman un entramado imposible de romper y sustituir.

Escuela-Comunidad

La escuela deja casi siempre vínculos inquebrantables, vínculos que luego se transforman en fraternidades. La escuela es el lugar donde aprendemos a ser vivientes con y por otros. No es cualquier lugar, es el espacio privilegiado para ir formando nuestro carácter, nuestro temperamento, nuestro esquema de valores vitales, nuestra espiritualidad. La escuela no son simples ladrillos ordenados de alguna forma especial, no son solo paredes, pisos y techos. La escuela son personas, vidas convocadas y convocantes. Por eso, qué importante es poder discernir con responsabilidad la elección de la escuela para vivir la experiencia más importante de los primeros años de vida de una persona, que es única e irrepetible. Y qué importante es para un educador confirmar la comunidad de la que quiere ser parte. Ahora ese espacio soñado y esperado, de guardapolvos y uniformes no está. Y en lo personal, como al fin y al cabo no es fundamental y vital saber el teorema de Pitágoras, o la ubicación de los ríos, o interpretar el Himno Nacional con la flauta dulce, lo que importa profundamente es educar para la vida.

¿Qué adulto no puede enseñar sobre el engaño, sobre el esfuerzo, sobre la mentira, sobre el cuidado, sobre el amor, sobre la frustración, sobre la pasión? No nos subestimemos: todos podemos enseñar para la vida. Estamos viviendo un tiempo muy especial de aislamiento, de adentrarnos en lo más profundo de nuestros hogares como nunca antes lo habíamos vivido, para bien o para mal. Y la escuela tuvo que actuar de alguna forma. Garantizar la continuidad pedagógica del alumnado. ¿Pero qué es lo que realmente queremos continuar? La escuela debe ayudar a crear en cada casa ese ambiente para que los chicos y chicas del país puedan comprender que en cada hogar hay grandes maestros.

Educar para la vida

Este es el gran momento de fortalecer lazos, de reivindicar los lugares de cada uno, de sabernos en la misma barca: escuela y familias. Y al descubrir la capacidad educativa de todo ser humano, se da lo maravilloso. Podemos conversar con nuestros abuelos para que nos enseñen cómo es vivir en plenos y constantes cambios socio-económicos; podemos hablar con un tío sobre lo que representa el verdadero valor de un salario y el esfuerzo del trabajo, o con una tía sobre lo que significa tolerar maltratos sin merecerlos. Podemos hablar también con nuestros hermanos mayores que tienen más experiencia en el mundo educativo para que nos cuenten cómo serán los años siguientes. El mundo adulto todo -no solo los educadores- está invitado a enseñar. Ahora estamos en el momento de darle valor a la palabra, de poder renarrar la propia historia y tomar nosotros el control de la escritura. Estamos en el tiempo del juego que no termina, y para todos, hasta para los adolescentes, eso es maravilloso. Luego, cuando este período de hibernar pase, deberemos salir a una nueva primavera como una nueva sociedad donde el rol de la familia sea esencial.

Los hogares, tan diversos y heterogéneos, en este momento sí deben ocupar ese rol fundamental que tiene la escuela en el mundo: educar para la vida. Y las escuelas deben buscar la manera de orientar a las familias a vivirlo, desde un costado. No deben ocupar su lugar, sino asistir a que ese hecho suceda, respetando todas las circunstancias.

Los docentes se encuentran trabajando para superar esta situación y mantener el corazón de todo estudiante en estado de espera, para volver a ese sitio sagrado que es la escuela. Un trabajo tan arduo, agotante y apasionante, que tiene que mostrarle a todos los adultos que viven con los chicos y jóvenes cómo transmitir ese tipo de contenido, el contenido vital. Y como si fuera poco, de manera remota, virtual.

En casa pensemos: ¿qué podemos enseñar? Y en la escuela pensemos: ¿qué estamos seguros que todo adulto puede enseñar? Los docentes aquí tenemos que mirar a nuestros familiares que no son docentes abiertamente declarados, para armar nuestras clases. Ellos nos dirán las claves para animar a las familias a enseñar lo que todos deben y pueden hacer. Porque en este nuevo pacto educativo, la familia tendrá gran responsabilidad de cambiar, de una vez y para siempre, la sociedad en la que vivimos en comunión plena con la escuela.

El Reino de los cielos se parece a una sociedad donde la escuela y la familia trabajan para crear una nueva humanidad de justicia, de fraternidad y de la equidad. Allí es donde vemos revolotear el Espíritu de Dios sobre cada hogar y cada escuela, y Él ve que todo esto que estamos haciendo es bueno.