Tribuna

Educar en tiempos de crisis

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Por estar buscando algo qué decirles sobre la realidad que nos está tocando vivir… y descubriendo que, tanto la humanidad como la educación atraviesan una profunda crisis de orientación y de sentido, quiero comenzar mis reflexiones, con un ferviente llamado al coraje y la esperanza. Sobre todo en estos tiempos en que parecemos hundidos en una “crisis” interminable y sentimos que tanto el país como el mundo andan derrumbados, a la deriva. Vivimos en la total incertidumbre y desencanto, con una sensación de destierro, de orfandad, que nos ahoga.



Hoy más que nunca, nos sentimos rotos, divididos, terriblemente polarizados. Donde las palabras, en vez de ser puentes que nos unen, son muros que nos separan y alejan. Palabras convertidas en rumor que sobresalta, en grito que intenta ofender y destruir. Palabras, montones de palabras muertas, sin carne, sin contenido, sin verdad. Dichas sin el menor respeto a uno mismo ni a los demás, para salir del paso, para confundir, para ganar tiempo, para acusar a otro, sin importar que sea inocente, para sacudirse de la propia responsabilidad. Palabras con enfervorizados llamados al diálogo, sin verdadera disposición a encontrarse con el otro y su verdad.

Por ello, hay diálogos que, en el mejor de los casos, son sólo monólogos yuxtapuestos, de los que se sale más escéptico, más herido, más dividido. Por eso, y no me cansaré de repetirlo, como PERSONAS necesitamos con urgencia Aprender a Escucharnos. Escuchar antes de diagnosticar, de opinar, de juzgar. Escuchar no sólo las palabras, sino el tono, los gestos, el dolor, la frustración, la ira. Escuchar para comprender y así poder dialogar. El diálogo exige respeto al otro, humildad para reconocer que uno no es el dueño de la verdad. El que cree que posee la verdad no dialoga, sino que la impone, pero una verdad impuesta por la fuerza deja de ser verdad. El diálogo supone búsqueda, disposición a cambiar, a “dejarse tocar” por la palabra del otro. El diálogo verdadero implica voluntad de quererse entender y comprender, disposición a encontrar alternativas positivas para todos, opción radical por la sinceridad, respeto inquebrantable a la verdad que detesta y huye de la mentira. Necesitamos escuchar y también escucharnos. Escuchar nuestro silencio para ver qué hay detrás de nuestras palabras, de nuestros sentimientos, de nuestras poses e intenciones, de nuestro comportamiento y vida que, con frecuencia, ahoga nuestras palabras: (“El ruido de lo que eres y haces no me deja escuchar lo que me dices”); para intentar ir al corazón de nuestra verdad, pues con frecuencia, repetimos fórmulas vacías, frases huecas, mera retórica, e incluso nos hemos acostumbrado a mentir tanto que estamos convencidos de que son ciertas nuestras mentiras.

En tal sentido, si a todos nos preocupa, y con razón, la terrible devaluación de nuestra moneda, debería preocuparnos todavía más, la devaluación de la palabra. Es imposible construir un país si la palabra no tiene valor alguno, si lo falso y lo verdadero son medios igualmente válidos, para lograr los objetivos. Por ello, necesitamos una educación que le devuelva a la palabra su valor, que la haga carne y la haga vida. Necesitamos aprender a hablar y escuchar palabras verdaderas, encarnadas en la conducta y en la vida. No olvidemos nunca que, como solía repetir José Martí, “El mejor modo de decir es hacer”. Sólo palabras-hechos, sólo la coherencia entre discursos y políticas, entre proclamas y vida, nos podrá liberar de este laberinto que nos asfixia y nos destruye.

Necesitamos también Aprender a mirarnos, para ser capaces de vernos como conciudadanos y hermanos y ya no como rivales, amenazas o enemigos. El conciudadano es un compañero, un aliado con el que se construye un horizonte común, un país, en el que se convive a pesar de las diferencias. El ciudadano genuino entiende que la verdadera democracia es un poema de la diversidad y celebra que seamos distintos. Diferentes pero iguales. Precisamente porque todos somos iguales, todos tenemos el derecho a ser y pensar de un modo diferente. El enemigo, en cambio, es un opositor al que hay que vencer y destruir. De ahí que algunos llegan a pronunciar sin el menor pudor ni responsabilidad esa terrible palabra guerra, como posible solución y salida de la crisis, ignorando que la guerra no es solución de nada sino profundización insondable de todos los problemas.

Mirada que se esfuerza por comprender al otro y es capaz de acercarse a su dolor, su agresividad, sus problemas, su hambre. Mirada cariñosa que no excluye a nadie, sino que incluye a todos, que acoge, estimula, supera las barreras, da fuerza, genera confianza: “Lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve bien con el corazón” (Saint Exupery). Mirada capaz de asombrarse, atenta para descubrir el misterio que se oculta en cada cosa, en cada persona, para ver las posibilidades, los talentos ocultos, las fortalezas de cada uno, para que los convierta en vida, en dignidad. Mirada capaz de verse en los ojos del otro, que se pregunta por qué lo veo así y por qué él me ve de esta manera. Mirada profunda, crítica, que indaga por qué las cosas están como están y no se contenta con explicaciones superficiales, con repetir slogans y frases hechas, sino que trata de ir al fondo de los problemas, de los conflictos, para convertirlos en oportunidades de crecimiento. Mirada, en consecuencia, creadora, capaz de ver la estatua en el tronco deforme, la catedral en la roca, el país posible en nuestro desconcierto. Mirada creadora que se va haciendo proyecto, compromiso. Mirada atenta para descubrir las posibilidades, los talentos ocultos, las fortalezas de cada uno, para que los convierta en vida, en dignidad. Mirada amorosa que no excluye a nadie, sino que incluye, acompaña, respeta, genera confianza.

En ciertos lugares de nuestro país, sufrimos un muy largo déficit de escucha y de mirada. Los más privilegiados han sido incapaces de escuchar los gritos desgarradores de la realidad y de asomarse al dolor de los demás. No han escuchado ni visto su hambre, su ignorancia, su miseria… De ahí que la educación debe enseñarnos, en primer lugar a escucharnos y a mirarnos. Esta necesaria disposición a escucharnos y mirarnos con los ojos del corazón, no puede perder de vista el contexto de crisis mundial que estamos viviendo, en que el pragmatismo más ramplón está acabando con los ideales y los sueños, y el egoísmo e individualismo están siendo considerados como valores esenciales.

¿Qué hacer ante esto?

Uno se hace sujeto en la medida en que va tomando las riendas de la propia vida y se va liberando de las dependencias y ataduras.

Formar personas autónomas y solidarias…

a) Ser persona

Necesitamos con urgencia una educación que proporcione una brújula para poder orientarnos en este mundo turbulento en que vivimos. Una educación que, en palabras de Mounier, despierte el ser humano que todos llevamos dentro, nos ayude a construir la personalidad y encauzar nuestra vocación en el mundo. Se trata de desarrollar la semilla de uno mismo, de promover ya no el conformismo y la obediencia, sino la libertad de pensamiento y de expresión, y la crítica sincera, constructiva y honesta.

Educar es ayudar a conocerse, comprenderse, aceptarse y quererse para poder desarrollar a plenitud todos los talentos y realizar la misión en la vida con los demás, no contra los demás. La genuina sabiduría se resume en el principio socrático “Conócete a ti mismo”. Hoy hay demasiadas personas que saben muchas cosas, que están súper informadas, pero muy pocos se atreven a intentar conocerse a sí mismos.

b) Atreverse a vivir

No basta con enseñar a conocerse y quererse. El reto de la educación es enseñar a vivir con autenticidad, a ser dueño y señor de la propia vida. La vida es un don, el más precioso de los dones que lo recibimos gratuitamente, pero en nuestras manos está vivirla con sentido o malgastarla vanamente. En nuestro mundo, pocos se arriesgan a tomar la tarea de la vida en serio y a vivirla como una aventura fascinante en búsqueda de la propia realización personal. La mayoría no se atreve a vivir y es vivido por los demás (mercado, modas, costumbres, objetos, rutina, dinero, dirigentes…), sin el valor para ser sujetos de sí mismos. Gastan su existencia en las orillas de la vida, chapoteando en el barro de la trivialidad y superficialidad, incapaces de darle un sentido propio y personal a su existencia.

c) La conquista de la libertad

Enseñar a vivir plenamente es, en definitiva, enseñar a ser libres. La tarea más importante de la vida debe ser la conquista de la libertad. Pero la libertad, que es autonomía responsable y superación de caprichos y ataduras, se viene confundiendo cada vez más con la capacidad de responder a las seducciones del mercado y a la satisfacción del instinto continuamente estimulado por él. Se confunde, con su contrario: la total dependencia, la esclavitud al mercado o los caprichos. Cuanto más se llenan las personas de cadenas, más libres se sienten.