Tribuna

“Antes la verdad que la paz”… ¿Cómo murió realmente Unamuno?

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“Antes la verdad que la paz”. Como muchos otros, ese eco de Unamuno jamás se apagó del todo y, desde su muerte, el 31 de diciembre de 1936, ha alumbrado a quienes se sienten fascinados por su vida y obra. Pero solo ahora somos conscientes de hasta qué punto la frase del eterno rector de la Universidad de Salamanca podía esconder un fondo trágico… Lo sabemos gracias al valor de quienes se han atrevido a recoger esa antorcha de libertad y, comprometiendo su calma interior en una España convulsa (otra vez), se han puesto en el centro de la diana para que no pase un solo día más de imperio de una versión oficial cuanto menos cuestionable.



El cineasta Manuel Menchón, acompañado por dos de los principales biógrafos de Unamuno, el matrimonio galo conformado por Colette y Jean-Claude Rabaté, ha puesto luz a muchos episodios que marcaron la etapa final del maestro bilbaíno. Pero, sobre todo, analizan con una amplia documentación el instante último, el de la muerte, planteando una serie de preguntas que,  de confirmarse la posibilidad más oscura, sería una dolorosa verdad: Miguel de Unamuno pudo ser asesinado en la última tarde de 1936, el año más negro de nuestro caminar nacional, cuando se inició una Guerra Civil en la que se dio rienda suelta a la barbarie más animal.

Se estrena este domingo en la Seminci

A veces, contar la Historia es, en sí mismo, hacer Historia. Y es lo que ha hecho Menchón en ‘Palabras para un fin del mundo’, película documental de 94 minutos que se estrena este domingo 25 de octubre en la Seminci, el festival de cine de Valladolid. Vibrante y emotiva desde el primer instante, la cinta aporta tanta belleza como verdad. Algo que logra con un ritmo intimista a la vez que dinámico mientras, para pasmo del sorprendido espectador, va adentrándose en los complejos episodios que marcaron el fin de la Monarquía de Alfonso XIII, la entusiasta proclamación de la República, el agitado desarrollo de la misma y, finalmente, nuestra dramática Guerra Civil. Y todo con una genuina desnudez: cada plano sale de los archivos, no habiendo nada ficcionado (aquí emerge el timbre tronante de José Sacristán, quien da voz a los textos de Unamuno).

La película del director malagueño, quien ya ahondó en la figura del padre de ‘San Manuel Bueno, mártir’ en la no menos sugerente ‘La isla del viento’, centrada en su destierro en Fuerteventura, no cae en absoluto en agujeros en los que suelen naufragar muchas obras que se ambientan en este complejo tiempo: la ideologización, la hagiografía o el victimismo; pero, y he ahí su novedad, tampoco en la fría equidistancia. A golpe de hemeroteca y de videoteca (rescata muchas imágenes y textos desconocidos), las que se intuyen innumerables horas de trabajo oscuro ven la luz en toda su majestad: con un sencillo y comprensible recorrido por los hechos. Y, además, haciéndonos palpitar de emoción con ellos.

El “bibliocausto” español

Así, gracias a ‘Palabras para un fin del mundo’, conocemos mucho mejor aspectos ocultos interesadamente por el bando vencedor: como el “bibliocausto”, por el que en España, como en la Alemania nazi, se quemaron públicamente cientos de toneladas de libros. Un “odio a la inteligencia” que tuvo muchos prebostes y en el que ahora sabemos que incurrió el único testigo de la muerte de Unamuno: Bartolomé Aragón.

Aquí es cuando el espectador más unamuniano, a quien no le es ajeno ese nombre, se retuerce sobre la butaca e inicia un monólogo íntimo que puede ser tal que así: “¿Bartolomé Aragón…? Pero, ¿este no era ‘el joven estudiante falangista amigo de Unamuno que le visitaba habitualmente en su casa’? ¿No fue él, precisamente, ‘la última persona que le vio con vida’ y que, ‘tras acudir a su casa una vez más para charlar con él’, fue el testigo de excepción de cómo, ‘de pronto, Unamuno se quedó callado y, con los ojos cerrados, torció la cabeza’? ¿No se dio cuenta de que, efectivamente, estaba muerto tras comprobar que ‘olía a quemado al quemarse su zapatilla con la estufa y no decir él nada’? ¿No fueron sus últimas palabras, entonces, ‘España se salvará porque tiene que salvarse’?”.

¿Qué pasó esa tarde de Nochevieja?

Ante esta angustiosa sucesión de preguntas, Menchón responde exponiendo simples datos: Bartolomé Aragón era el jefe de Propaganda de la Falange en Huelva y, tras combatir en el frente en los primeros meses de la guerra, acudió por un tiempo a Salamanca, donde era nuevo catedrático de Economía en la Facultad de Derecho. No conocía a Unamuno y, de hecho, cuando acudió a verle ese día a su casa, era la primera vez que le veía.

Llegó a las cuatro y media de la tarde y, dos horas después, Unamuno había muerto. Sus hijas y su nieto estaban en ese momento fuera de casa para ver los belenes de la ciudad. Su criada, que era la única que estaba en el hogar, en la cocina, oyó dos veces gritar a Don Miguel (no entendió lo que decía), pero solo acudió cuando Aragón, visiblemente agitado, gritó un ‘yo no lo he matado’.

No hubo autopsia

El médico que corroboró su muerte declaró que la causa era un tipo de hemorragia cerebral. Lo hizo a toda prisa y sin hacerle la autopsia (implicado en política con las izquierdas, estaba en pleno proceso de depuración). Tras llevarse a la fuerza las autoridades militares esa misma noche el cadáver, dejando sin ese único consuelo a la familia en plena vela (recordemos que Salamanca era el cuartel general de Franco), fue enterrado al día siguiente a las 11 de la mañana (mucho antes de las 24 horas que fijaba la ley) en un acto propagandístico organizado por los principales colaboradores de Millán Astray…, apenas diez minutos después de obtener el permiso del juez. El único testigo que firmó en el acta de defunción no fue Bartolomé Aragón, sino una persona desconocida de la que la familia no tenía ninguna noticia. La hora de la muerte se cambió varias veces hasta fijarse a las cuatro de la tarde, antes siquiera de que Aragón estuviera en la casa.

Nada de eso trascendió. Al contrario, todos los detalles difundidos y que han llegado hasta hoy, más de ocho décadas después, salieron en su totalidad de un pequeño libro sobre el suceso escrito por José María Ramos Loscertales apenas dos semanas después de la muerte de Unamuno. Un panfleto propagandístico en el que recogía toda la versión de Bartolomé Aragón y en el que este, además, era el prologuista.

Debía “morir” por haber “envenenado a la juventud”

Hoy, en 2020, duele en el alma constatar que nadie, sobre todo en estas décadas de democracia, planteó jamás ni una mínima sospecha sobre la versión oficial de la muerte de Unamuno. Y más teniendo en cuenta que esta fue difundida por equipo de confianza del cofundador de la Legión junto a Francisco Franco, José Millán Astray, máximo responsable de la propagada de un régimen que se empezaba a alumbrar en medio de una guerra fraticida. El mismo ‘Glorioso Mutilado’, por cierto, que, como documenta en su película Menchón, asegura dos veces públicamente que Unamuno debía “morir” por haber “envenenado a la juventud”.

La primera de ellas fue en el tantas veces analizado acto del llamado Día de la Raza en la Universidad de Salamanca. Ese 12 de octubre de 1936, los falangistas no le ejecutaron en el acto, pese a la innegable tensión del momento. El naciente régimen no podía permitirse algo así después del asesinato de Federico García Lorca… Era mejor mantener de cara a la campaña propagandística internacional la imagen de un Unamuno “afecto” a la causa (solo se dejaba que le entrevistasen corresponsales extranjeros que, al final, difundían versiones manipuladas de lo dicho realmente por Don Miguel) y que, tras fallecer oficialmente de muerte natural, era enterrado como uno de los suyos, brazo en alto.

La mano tendida de Fray Luis de León

Como Federico García Lorca, el inmortal poeta granadino, el mismo Unamuno que para muchos fue “un traidor a la República”, también pudo pagar con su vida el clamar al mismo tiempo contra “los hunos y los hotros”, siempre fiel y coherente en su compromiso con la fraternidad, con la piedad, con la compasión (en maravillosa armonía con Fray Luis de León y su evocador gesto de la mano tendida).

Devastado al comprobar que el ideal republicano había sido secuestrado por el odio, apoyó ingenuamente y coyunturalmente a los sublevados (pese a su incansable rechazo del “militarismo”, al que tenía por una peste y que le llevó en su día a pagar un precio de exilio). No tardó mucho en comprobar que estos eran igualmente “bárbaros” y que era falsa su promesa de “restaurar” la verdadera República a través de unas nuevas elecciones. Tampoco estaban dispuestos, pese a que esgrimieran su llamada a modo de lema, a encarnar verdaderamente su clamor para preservar “la civilización cristiana occidental”.

Un imperio que es cultura

Ante ello se levantó Unamuno el 12 de octubre en su templo, la Universidad. Aulló contra el Día de la Raza y defendió con pasión el espíritu del Día de la Hispanidad, el imperio que es una cultura y un idioma, por lo que todos los que lo hablamos y buscamos a Dios (no morir de verdad) en castellano somos sus hijos. Incluido Rizal.

De hecho, otro poderoso logro de Menchón es recuperar el controvertido e improvisado discurso de Unamuno de ese día. Algo que ha sido posible gracias al acta que, consciente de su importancia, esa misma noche hizo Ignacio Serrano, un profesor de la universidad presente en el paraninfo y que ha estado guardada en una caja fuerte más de ocho décadas.

“Vencer no es convencer. Conquistar no es convertir”

Gracias a él sabemos que el “venceréis pero no convenceréis” se expresó de otro modo: “Vencer no es convencer. Conquistar no es convertir”. ¿Pierde algo de fuerza, como seguro que defenderán los interesados en hacer ver que no fue sino “una algarada sin trascendencia”? Ni mucho menos. Y ahora sabemos cuál fue el precio que pagó Unamuno por ofrecerse en holocausto por España.

Algo que hizo con toda la conciencia de lo que implicaba. Como plasmó en esta carta al director del ‘ABC’ de Sevilla y que, escrita el 11 de diciembre de 1936, por supuesto, jamás vio la luz (otro mérito más de ‘Palabras para un fin del mundo’): “Le escribo esta carta desde mi casa, donde estoy desde hace días encarcelado disfrazadamente. Me retienen en rehén, no sé de qué ni para qué. Pero, si me han de asesinar, como a otros, será aquí, en mi casa”. Cómo duele leer esto ahora y saber que, quien se entregó a los demás por amor, con la fe pura y sencilla de un cristiano que quería querer y no podía, se sentía a merced de un verdugo que intuía.

El valor de sumergirse en el avispero

Esta intrahistoria estaba ahí, ante nuestros ojos. Bastaba con querer sumergirse durante meses en todo tipo de archivos y tratar de bosquejar entre la hojarasca de la propaganda del gran discípulo español del “peliculero” Mussolini, como le llamaba Unamuno. Millán Astray nos convenció durante casi un siglo con su versión de los hechos. Ahora, en plena marejada, en una España que parece que teme mirar a su pasado para no despertar a sus peores fantasmas, Menchón se ha atrevido a entrar en el avispero para levantar la bandera de la verdad. Contra nadie. Para todos. Le costará ataques, incomprensiones y mil quebraderos de cabeza… Pero no ha renunciado al primer capítulo del Evangelio según san Unamuno, mártir: “Antes la verdad que la paz”.