Tribuna

Adelanto editorial: ‘Biografía de la luz’, de Pablo d’Ors

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Vida Nueva ofrece a continuación en exclusiva un extracto de ‘Biografía de la luz’ (Galaxia Gutenberg), la nueva obra de Pablo d’Ors que bucea en la vida de Jesús y saldrá a la venta el 10 de febrero:



Llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos, confiriéndoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que no llevaran  más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja. Calzaos sandalias, pero no llevéis dos túnicas. […] Id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado”. (Mc 6, 7-9; Mt 28, 19-20).

Lo primero es siempre una llamada. Se trata de una llamada a emprender un peregrinaje a nuestro centro, que es el centro de todo y de todos. Una llamada a volver a casa. A entrar en loprofundo del pozo. A caminar hacia el fuego para quemarnos en él. Una llamada a tener una relación personal con nuestro yo más íntimo, normalmente tan desconocido.

Id y anunciad: éstos son los dos mandatos de esta llamada: un imperativo para el cuerpo (id) y otro para la palabra (anunciad). Nada hay en este mundo tan importante como esta misión espiritual: anunciar la luz en medio de las tinieblas, ser puerta para quien es la puerta, colocar al prójimo en el umbral, que es siempre el lugar más fecundo.

Se trata de una misión en apariencia imposible y, ciertamente, ambiciosa e indiscriminada: a todos los pueblos, no hay excepción. Esta universalidad de la misión nada tiene que ver con el proselitismo, ese afán de que todos sean de los nuestros. Los nuestros son los cansados y agobiados, los oprimidos, aquellos de quienes nadie se acuerda… Posiblemente, nada ha hecho tanto daño a la evangelización a lo largo de la historia como esta visión chata e interesada. Porque evangelizar no es conducir a otros a nuestra grey, sino a la de Dios.

Muchos evangelizadores han confundido necia y lamentablemente el ideal de la fraternidad universal con el –infinitamente más modesto– de fortalecer una agrupación.

Porque Jesús fundó una comunidad y una institución que hoy llamamos Iglesia, sí, pero no tanto una sociedad cerrada e identificada con algunos códigos alternativos –un grupo de iniciados y puros– cuanto una forma para caminar todos juntos, un movimiento dinámico. En su praxis –están quienes lo dudan– hay algunos actos indiscutiblemente fundacionales: la elección de unos cuantos, por ejemplo, el haced esto en memoria mía, el id por todo el mundo anunciando la noticia…

anuncio

Ahora bien, esa institución y esa comunidad que prolonga su obra en el mundo se pervierte –es obvio– cuando se hace autorreferencial. Las iglesias, por ello, deberían estar en permanente éxodo, su declive comienza cuando se instalan y fortifican. Porque sólo cuando estamos fuera de casa sentimos que todos somos de todos. Dentro, asomado cada cual a la ventana de su respectiva casa, los demás pasan a ser siempre los otros.

Esta encomienda de Jesús a ir por todo el mundo no es, desde luego, una justificación para viajar desenfrenadamente (lo que sólo prueba nuestra incapacidad de soportarnos), sino lo que hace comprender que para Cristo no hay territorios vedados. Que al igual que todo momento es el momento (ésta es siempre la hora definitiva), todo lugar es el lugar: en cada parte está siempre el todo.

El discípulo está llamado a ser maestro, es decir, a hacer discípulos. Debe ir a donde está la gente, hablar con ella y marcarla, dejando en cada uno la huella del maestro. Con este fin, Jesús otorga a sus discípulos tres poderes: curar, anunciar y bautizar. Curar corresponde con la purificación. Anunciar, con la iluminación (es la palabra la que da luz). Bautizar, en fin, con la unificación. Pero el cuerpo no actúa amorosa y unificadamente de forma espontánea; antes ha sido preciso limpiarlo (curar) e indicarle dónde está la luz (anunciar).

Así que lo primero es curar, es decir, tener poder sobre los espíritus inmundos: esas sombras que se ciernen sobre nuestras consciencias y sobre el mundo. Esas sombras no son sino las heridas del alma que no hemos podido o sabido cicatrizar. Son los famosos demonios interiores contra los que siglos atrás combatieron los padres y madres del desierto. Nuestro lado oscuro.

Bastan pocos años en el camino espiritual –a veces incluso pocos meses–para que nos demos cuenta de que estamos afrontando un combate duro, a veces terrible, muy largo, prácticamente para toda la vida. Pero, en la medida en que avanzamos –sencillos y desnudos, fieles–, lo cierto es que esa oscuridad interior se va alumbrando, y el corazón, misteriosamente, va quedando purificado.

El camino se hace en nosotros mientras nosotros hacemos el camino, si bien de manera muy diferente a como imaginamos: más lenta y discreta, más suave, más respetuosa. Vamos llegando a lo que somos. Apenas podemos reconocernos en lo que fuimos.

Segundo, anunciar, mostrar la luz de la palabra. Pero no sólo mostrarla a los otros, sino sobre todo a nosotros mismos. Nuestra mente nos está dando permanentemente mensajes buenos o malos. Se nos invita a anunciarnos la buena noticia a nosotros mismos hasta que nos convirtamos en la buena noticia misma. No tiene sentido anunciar a nadie nada que no seamos.

Este anuncio no tiene por qué ser elocuente, pero sí vívido. Nunca deslumbrar, sino alumbrar. No hay comunicación de corazón a corazón si no hay pobreza de medios. Antes bien, los muchos medios, o los medios sofisticados, impiden aquí la consecución del fin.

(…)

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