Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.205
N2 3.205

La pequeñez de Belén o la grandeza del corazón humano

Ante la profusión de intentos –gráficos, estadísticas, opiniones de expertos y predicciones matemáticas– que tratan de explicar esta tragedia de incertidumbre, dolor y pérdidas que el virus ha traído a nuestro mundo, el que escribe estas líneas se siente como un ciervo herido al que los veterinarios hidratasen con sueros: él, a pesar del líquido que le suministran, tiene sed de agua.



Sanar con palabras antiguas las dolencias de ahora: este es el efecto que el evangelio nos causa. Lo que en su interior nos espera no son lecciones teóricas, conjuros mágicos ni fáciles recetas, sino la realidad fragmentada de nuestro propio corazón y la posibilidad de que la luz entre a través de cada fractura. Cada una de sus páginas es un regazo. Y hay en cada renglón una farmacia donde el alma recibe consuelo.

La soledad de los que agonizan y el desvelo de quienes los aman, la fatiga de cuantos no dan abasto para paliar el dolor, la cajita de cenizas que se entrega a un hijo que perdió a su madre, el olor a lágrimas de los tanatorios, los cuerpos que no pueden tocarse: todo lo que somos, todos los hilos que cosen nuestras vidas están ovillados en la vida de Jesús. La que nos dice que la vulnerabilidad nos salva, que el sufrimiento no puede explicarse si no es mediante la propia carne convertida en razón.

En el limen de la Navidad hay que quitarse las sandalias: nadie puede entrar con pie cubierto en este espacio sagrado. Las páginas que siguen son la crónica de un viaje hacia Belén, un lugar orillado en el margen de la historia, muy lejos de donde se toman las grandes decisiones que dan forma al mundo. Descalzos, con el temblor fascinado que suscita la maravilla, iremos recorriendo el interior de los textos que nos hablan de esta pequeña localidad palestina y nos asomaremos a los rostros de quienes, entonces y ahora, habitan dentro de sus muros. Veremos que, más allá del tiempo y la distancia, lo que descubrimos en ellos y lo que sentimos al palpar nuestras vidas son realidades que brotan de un mismo lugar y que nos empujan hacia la contemplación de un mismo horizonte.

La verdad de lo que sucedió allí está protegida por la invisibilidad absoluta del misterio. Nada hay en torno a quien mira –ninguna huella de ángel, ninguna línea de un pentagrama celeste– que se convierta en signo, en dedo apuntando a algo. La garantía de que todo lo que allí sucedió es cierto es que, mirando alrededor, parece que nunca ha sucedido nada.

Quien llega a Belén ha de afilar los ojos y combatir con ellos una batalla contra lo evidente. No ha de dejarse deslumbrar por los mármoles que levantó Justiniano. Ha de estar muy atento para que el ruido no distraiga su corazón. Los sedimentos de historia –basílicas sobre restos de templos que se construyeron sobre cuevas– han de ser atravesados con el mismo tiento con que el ave migratoria cruza latitudes diversas: no es su destino detenerse, su vocación es el tránsito, ir más allá.

El Amor, que nació desnudo en Belén de Judá, eligió arroparse con símbolos, poesía y silencio. La voz de un campesino se convierte en oráculo de Dios: “Pero tú, Belén de Éfrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti sacaré el que ha de ser dominador de Israel: su origen es antiguo, de tiempo inmemorial” (Miq 5, 1).

Este anuncio de Miqueas constituye, en el corazón mismo de la Biblia hebrea, la afirmación de un estilo: el mismo que pidió a Abraham que realizara lo imposible, el que partió en dos las aguas del mar Rojo y anegó en ellas el poder del faraón, el que vela su rostro y se desvela por aquellos a los que nadie mira, ese mismo ser que irrumpe donde ninguno espera, elige lo insignificante para colmarlo de sentido.

Las palabras del profeta resuenan en las páginas sagradas como una flauta, un silbido que se impone al resto de la orquesta. Las grandes ciudades de los grandes imperios del mundo antiguo y la propia grandeza de Jerusalén son convertidas en humo por este fuego que arde en lo secreto: Belén de Éfrata, pequeña entre las aldeas de Judá.

Su fuerza brota del extraño gusto que el Dios de los hebreos muestra hacia todo lo ínfimo. Cuando Saúl es rechazado como rey y Samuel recibe la orden divina de buscar entre los hijos de Jesé al que habrá de ser el nuevo ungido, el profeta obedece. La escena –como sucede en no pocos lugares de la Biblia– es una mezcla de transcendencia e ironía, haciéndonos ver los modales terrestres del creador del cielo.

Llegado a Belén, y congregándose en torno al profeta la asamblea de los ancianos, los hijos de Jesé van uno a uno desfilando delante de sus ojos. Primero pasa Eliah –‘mi dios es padre’–, después Aminadab –‘mi padre es príncipe’–, a continuación lo hace Samá –‘el escuchado’– y, viendo Samuel que ninguno de los tres es el favorito de Yahvé, Jesé pone ante él a cuatro varones más, en total siete de sus hijos. Ni el significado premonitorio de los nombres ni el valor simbólico del número son llaves que encajen en la cerradura forjada por Dios. Falta uno, un muchacho que es, al mismo tiempo, el menor de todos y el que está fuera de casa, pastoreando el rebaño.

Este doble enunciado que se afirma de David –ser el pequeño y estar ausente (1 Sam 16, 11)– es un dato teológico, un rasgo de la personalidad divina. Es, en efecto, un hilo de oro que mantiene cosidas entre sí las páginas de la Escritura: que Dios aborrece la evidencia, que prefiere la insinuación a la prueba, que es un ser delicado. Eligiendo para sí lo último y lo oculto, Dios hace de David –en cuyo nombre se camufla un destino– su elegido. Y Belén se convierte en la cuna del nuevo rey.

Otros trazos del Dios invisible los encontramos en el libro de Ruth, una narración contenida y preciosa, que sucede en su mayor parte en Belén y que conecta la sangre de David con la de una extranjera. La historia es conocida. Una mujer emigrante pierde a su marido y a sus hijos, quedándose sola con sus nueras. Una de ellas regresa con los suyos. La otra une su vida a la de su suegra. Juntas, Noemí y Rut emprenden el regreso y entran en Belén. Allí, la joven moabita conoce a Boaz, a quien, siguiendo los consejos de Noemí, seduce y de quien obtiene protección y el que, más adelante, la une a sí en matrimonio. De su amor nacerá Obed, el padre de Jesé, quien engendrará a David.

Se trata de un relato tan solo en apariencia ingenuo y que está cargado de sentido. No hay en él detalle sin importancia. Por ejemplo, el hecho de que la acción central suceda en los márgenes. Primero, en Moab, al este del mar Muerto, en la actual Jordania, fuera del centro geográfico de la revelación bíblica. A esta meseta con abundante agua y rica en ganadería llega Noemí cuando hay hambre en el país, aquí enviuda y pierde a sus hijos y aquí también escucha las palabras de adhesión humana más hermosas de toda la literatura: “A donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo, tu pueblo es el mío, tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, allí moriré y allí me enterrarán. Solo la muerte podrá separarnos, y si no, que el Señor me castigue” (Rut 1, 16-17).

También en Belén la historia se anuda y desanuda en los márgenes. Primero, en las afueras, en los campos de cebada, donde Rut espiga el grano y cosecha el amor de Boaz; después, en la puerta de la ciudad, lugar que marca la frontera entre lo foráneo y lo de dentro, intersticio en el que se juzga la posibilidad o no de entrar. Todo en el relato conspira a favor de quienes optan por amar. Belén aparece retratada como el lugar en donde se encarna el amor. Y Dios como el casamentero invisible.

“Pero retoñará el tocón de Jesé, de su cepa brotará un vástago” (Is 11, 1). Estas palabras –apertura del gran poema mesiánico del profetismo bíblico– sirven de puente entre la historia de Noemí y de Ruh, la vida de David y el nacimiento de Jesús. Así lo interpretaron los autores del Nuevo Testamento, que supieron recoger el caudal de sentido que había llegado hasta ellos, lo derivaron por un nuevo cauce y lo condujeron hasta el mar.

Late en el anuncio de Isaías la musicalidad y el misterio que se encuentran en los primeros balbuceos de todos los niños. También el temor que carcome a las madres de que sus hijos, en ese instante en que ellas no los miran, puedan morir. Y la fantasía de las embarazadas, que sienten dentro de ellas una mezcla terrible de alegría y miedo, como vino mezclado con hiel. En las horas nocturnas que transcurren despiertas, las que van a parir imaginan la forma del rostro de sus hijos y recrean la nariz, las mejillas, la extensión de las pestañas, miran sus propios meñiques y se preguntan si los ojos del niño serán del tamaño de la yema de ese dedo.

Es como si la Biblia, cuando el profeta habla, se quedase preñada y durante cientos de páginas gestara en su seno a Jesús. (…)


Índice del Pliego

Símbolos, poesía y silencio

Teología en medio de la nada

Antropología que nace de los símbolos

Poética de ángeles y pastores

Amor a tres que expande el universo

Las figuras del portal

El centro del mundo

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