San Agustín nos advirtió que puede ocurrir que “Dios no encuentre sitio para derramar su amor, porque estamos llenos de nosotros mismos”. Si nos lo proponemos, podemos encontrar a la Trinidad en todas las partes, como dice san Ignacio de Loyola, pero lo más urgente es encontrarla personalmente en nuestro interior. Siempre está delante de cada uno con su amor, y la verdad es que necesitamos de su acción como del aire que respiramos.
En el obrar trinitario estamos llamados a implicarnos todos los creyentes, aquí y ahora, de verdad. Podemos preguntarnos: ¿qué perdemos cuando nos olvidamos de la Trinidad y no sentimos la necesidad de acoger todo lo que nos puede regalar? ¿Qué ganamos cuando nos dejamos acompañar por el Padre, el Hijo y el Espíritu, fortalecidos por su gracia, que se autodona en los sacramentos de Cristo y de la Iglesia?
El encuentro personal supone uno de los actos religiosos primarios, que resulta imprescindible para mantener una relación, una intimidad y un caminar juntos. La Trinidad disfruta con nuestra compañía, y esto lo comprobamos en los sacramentos, que constituyen el lugar teológico donde mejor se verifica el encuentro entre la Trinidad, siempre protagonista, y los creyentes cooperadores de su acción salvadora.
Teilhard de Chardin afirmó que “la alegría es el signo infalible de la presencia de Dios”. El encuentro con la bondad del Padre, la salvación del Hijo y la santificación del Espíritu Santo hace de nosotros hombres nuevos. Posibilita otra dimensión, en la que nuestra existencia se llena de gozo e ilumina, porque dejamos que las tres divinas Personas nos amen y permitimos que nos transformen. Celebrar bajo su auspicio, sobre todo la eucaristía, significa gozar ya de un poco de cielo aquí en la tierra en comunión con los bienaventurados.
La Trinidad nos puede llenar la vida, siempre amenazada. Es tan firme que nos proporciona estabilidad, tan inmensa que nunca nuestra razón, sensibilidad y sentimiento lograrán abarcar su misterio. Pero en los sacramentos podemos experimentar su presencia y actuación con una fuerza desbordante, capaz de dar seguridad a nuestro ser y sentido a nuestro discurrir. Relacionarnos sinceramente con la Trinidad, sobre todo en la eucaristía, supone adquirir un océano de gracia, que nos llena de amor y nos transporta a un ámbito de alegría y felicidad.
El amor trinitario engloba toda clase de amores verdaderos. El amor paternal y maternal, propio del ágape. El amor del amante y del amado, el amor del amigo hacia el amigo. También el amor de sufrimiento y de redención. Amores que estamos llamados a hacer nuestros, según el estado de vida en que nos encontremos, y a responder debidamente ante tanta generosidad.
Pero el amor divino es, sobre todo, amor misericordioso, ya que misericordia “es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad… es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro… la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (MV 2).
Por último, significa la fuerza fundamental que fecunda los sacramentos. Ese amor integral divino siempre nos reserva sorpresas y representa un reto formidable, la tarea cotidiana que espolea una y otra vez nuestra fe. Cuanto más creemos que hemos penetrado en su misterio y estamos convencidos de que nuestra experiencia va creciendo, más se nos escapa en la debilidad y nos invita a volver a empezar.
En esta Cuaresma, ¿cómo hacer posible que los creyentes sintamos la luminosa cercanía de la Trinidad en nuestras vidas mediante el recuerdo actualizado del bautismo, la celebración cotidiana o dominical de la eucaristía y la práctica gozosa de la penitencia en el momento oportuno? ¿Seremos capaces de experimentar el amor desbordante del Padre-Madre, la entrega regeneradora del Hijo y el impulso transformador del Espíritu?
Nada más grande que la paternidad-maternidad del Padre-Madre de los cielos. Nada más consolador que la filiación-fraternidad del Hijo humanado. Nada más efectivo que el impulso creador del Espíritu Paráclito, que pone ante nosotros el camino de la renovación. Los tres en uno sostienen de arriba a abajo toda nuestra existencia. Lo que ocurre es que, con frecuencia, no somos conscientes de ello, como tampoco lo somos de la luz que nos permite percibir los objetos.
En este tiempo fuerte, los creyentes podemos ser testigos de la presencia y actuación de la Trinidad en nosotros y en la comunidad mediante la práctica de los tres sacramentos de la vida ordinaria, que están ahí como fuente de auténtica renovación espiritual. Cuando nos introducimos sacramentalmente con humildad en la marcha de estos cuarenta días, mediante el silencio de la oración y la dinámica de la celebración, percibimos que la inexperimentable Trinidad puede hacerse experimentable, siendo capaces de abrirnos a su acción bienhechora, que no cesa de dársenos. (…)
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Índice del Pliego
- El encuentro con la Trinidad
- La vivencia de la sinodalidad trinitaria
- La apertura del “yo” al “nosotros”
I. VIVIR EL BAUTISMO EN CLAVE TRINITARIA
- Interiorizar la presencia de la Trinidad
- La voluntad de la Trinidad
- La familia del Padre: ser hijos y hermanos capacitados para rezar el Padrenuestro
II. VIVIR LA EUCARISTÍA EN CLAVE TRINITARIA
- Testimonios
- Más allá de la eucaristía: la bendición
- El protagonismo de la Trinidad
III. VIVIR LA PENITENCIA EN CLAVE TRINITARIA
- La alegría del perdón del Padre
- El gozo de la sanación del Hijo
- Superar el desconcierto con la brújula del Espíritu
IV. BAJANDO A LO CONCRETO
- Conversión intelectual
- Conversión espiritual
- Conversión testimonial