Editorial

La voz de todos en Roma

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El papa Francisco ha refundado el Sínodo de los Obispos a través de la constitución apostólica ‘Episcopalis communio’. Las experiencias sinodales de Bergoglio como obispo y como pontífice le han llevado a vivir en primera persona las posibilidades de este órgano consultivo, clave en el devenir eclesial de las últimas décadas, pero también a constatar algunas lagunas. A la vista está, por ejemplo, la desidia con la que no pocas diócesis afrontaron la encuesta sobre los jóvenes o el filtro que algunos obispos pusieron a las demandas nacidas de sus fieles.



La nueva norma establece un itinerario que garantice una implicación real de sacerdotes, religiosos y laicos en cada convocatoria sinodal. También se redefine el papel del obispo, no como aquel que destila los ecos del Pueblo de Dios según su paladar, sino como puente que ejerce de portavoz de las demandas de su grey. A este giro, se suma el empeño del Papa en que las conclusiones del Sínodo no se queden flotando, sino aterrizadas en medidas traducidas a la realidad de cada diócesis.

Esta refundación se conoció una semana después de que el Papa convocara a todos los presidentes de las conferencias episcopales del planeta para abordar la lacra de los abusos, cita inédita por la urgencia y por juntar a los líderes de las Iglesias locales por primera vez en la historia.

No sería descabellado pensar que esta reunión excepcional derivara en un nuevo “parlamento” de presidentes, con entidad propia y periodicidad anual, para tomar el pulso a la realidad eclesial mundial y asesorar al Papa desde todas las periferias, más allá de un despacho curial o de una visita ad limina. Sería una apuesta más que enriquecedora, como reflejan las aterrizadas reflexiones de tres de estos presidentes que recoge Vida Nueva.

En cualquier caso, con ambas iniciativas, Francisco abre nuevas vías en su guerra contra el clericalismo, a favor de la descentralización, pero, sobre todo, hacia la colegialidad y participación del Pueblo de Dios. Una y otra medida respiran una mayor corresponsabilidad eclesial, formatos que posibilitan propiciar voces proféticas, avanzar en el debate plural que refuerce la comunión y promover una estructura organizativa que sustente un liderazgo maduro y autocrítico sin que esto suponga cuestionar el origen último de la autoridad, ni el gobierno de la Iglesia.

Esta apuesta por la sinodalidad en términos eclesiales equivaldría, en el lenguaje común, a una Iglesia más democrática –si se despoja de este adjetivo todo estigma político o dogmático–, para reconocer, en este esfuerzo de democracia interna, el deseo de que en Roma se escuche y acoja la voz de todos y cada uno de los que forman la gran asamblea de los discípulos de Jesús, en torno al sucesor de Pedro.

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