Editorial

Francisco, embajador de los invisibles

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Siete días se ha prolongado el cuarto viaje de Francisco en África, que le ha llevado a Mozambique, Madagascar e Islas Mauricio. Tres países que, hoy por hoy, gozan de cierta estabilidad política y poseen una riqueza medioambiental que les ha situado como destino turístico preferente del primer mundo. Sin embargo, detrás de esta primera imagen de postal, se esconde una realidad: la de tres pueblos condenados, hasta límites insospechados, a una pobreza endémica, fruto de la corrupción de sus gobiernos y de la explotación vergonzante de sus recursos por parte de las multinacionales extranjeras.



Precisamente ese frágil equilibrio institucional ha hecho que la comunidad internacional pase de largo ante su día a día, ante sus alarmantes índices de miseria, dando vía libre a un neocolonialismo sin límites. Tan solo se aprecia un goteo de solidaridad cuando una catástrofe –como el ciclón Idai que arrasó la región en marzo– les devuelve por unos días al foco mediático. Después, llega de nuevo el ostracismo y solo la Iglesia permanece a ras de suelo.

De ahí la importancia de esta peregrinación del Papa, que resitúa a estas tres naciones en el mapamundi de la opinión pública, a la vez que ejerce como inequívoco acicate de las autoridades locales y de los empresarios. Se mire hacia donde se mire, Francisco se erige como la única voz con la suficiente fuerza, credibilidad y autoridad a escala global para proyectar los gritos contra la esclavitud generada por “los mercaderes de la muerte” y para abanderar un desarrollo justo y sostenible, que no suena a quimera, sino a realidad, tal y como demuestran las iniciativas eclesiales que ha visitado.

A Francisco se le identifica como el máximo emisario con el que cuentan los pobres de cualquier rincón del planeta, sean los sintecho de la plaza de San Pedro o los niños de los suburbios de Maputo. Y lo es, no por postureo o altruismo, sino por el mandato evangélico de las bienaventuranzas que encarnan unos misioneros y un clero nativo que se dejan la vida por los últimos. No es de extrañar que el Papa, lejos de los tirones de orejas a las Iglesias occidentales, se haya empeñado en regalar palabras de aliento a los consagrados y al Pueblo de Dios en el África austral para que sean protagonistas de la reconciliación y de la construcción de su propio futuro.

No en vano, la realidad africana se impone y no hay otra alternativa que ser una Iglesia en salida. No cabe replegarse en cuarteles de invierno o perderse en debates doctrinales estériles cuando los crucificados esperan a la puerta de la parroquia, del colegio o del dispensario. La joven Iglesia africana tiene mucho camino que recorrer. Pero, ya hoy, también mucho que enseñar. Y Francisco, el embajador de los invisibles, lo sabe.

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