¿Te traga la tierra?


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Hace no demasiado que mi hijo y yo regresábamos a casa después de hacer un recado cuando, a distancia de seguridad, pasamos por delante de un muchacho moderadamente joven que estaba apoyado contra una pared. Abruptamente, mi hijo señaló hacia él y gritó:

-¡Mira, es negro!



A mí a veces, pero no siempre

En esto de la paternidad te acostumbras a la espontaneidad del pensamiento que llega como un exabrupto, arrasando cualquier otra idea que se estuviera gestando en el cerebro, y consigue salir afuera sin importar el cómo. Tan pronto estás hablando sobre una serie de dibujos animados como, sin saber muy bien cuándo se produjo la transición, te descubres manteniendo un diálogo sobre cualquier sustancia que sale del cuerpo humano.

Y tan panchos, oye.

El tabú no es un juego de mesa

El caso es que reflexionaba yo que no todo el mundo vive con la misma naturalidad la conversación espontánea porque en su interior existen algunos temas que son tabú, esos conjuntos de ideas a los que deliberadamente se les da la espalda. ¡Cuántas etiquetas he acumulado a lo largo de la vida por no entender de estas cuestiones en el ámbito social! Para mí es absolutamente natural poder hablar de cualquier aspecto y razonar abierta y coherentemente sobre ello.

Bueno, pues extrapolaba tal pensamiento a la Iglesia católica, la esposa de Cristo, porque creo que también en su interior se alberga y alimenta el tabú en diversos ámbitos, alrededor de los que es complicado discernir sin encontrar la reacción defensiva de rigor. ¿Debe Cáritas repartir alimentos en tu parroquia o más bien fomentar procesos de promoción, empoderamiento y autonomía personal? ¿Cuál es el papel de las mujeres en la Iglesia Universal y en las parroquias concretas? ¿Tiene sentido la existencia de tu congregación o podrían promoverse procesos de fusión con otras para concentrar esfuerzos? ¿Se potencia la devoción a la Fundadora o al Fundador por encima del seguimiento al propio Cristo? ¿Cómo de transparente es tu parroquia y diócesis con la economía?

No es que no podamos hablar sobre estas cosas, sino que al hacerlo nos exponemos al escarnio, la descalificación o el vacío social. ¡Cuidado, todo debe parecer impoluto!

El problema mayor que yo le veo a esto de los temas tabú en el seno de la Iglesia es que no todo se queda en el plano del razonamiento puramente intelectual, sino que algunas cuestiones se relacionan con las vidas concretas de personas con nombre y apellidos.

Por ejemplo, me venía hoy a la cabeza la cuestión del lecho vacío al que millones de sacerdotes y otras personas de vida consagrada o secular deben regresar cada noche. Ya sea por un voto concreto o por la pérdida de la persona amada, una gran cantidad de seres humanos no envuelve sus sueños en otra cosa que en sábanas y oraciones.

No me refiero a la cuestión sexual. En el lecho también cabe el abrazo que refugia; hay espacio para la risa compartida y para las preocupaciones comunes; es lugar de encuentro y desencuentro.

Y no es tan solo una cosa de dos. La cama compartida es, además, cobijo para la descendencia en noches complicadas. Por cierto, o el tamaño de la cama se ajusta a la abundancia de la prole o las palabras del profeta Isaías se hacen realidad: “La cama será demasiado corta para estirarse y la frazada muy chica para taparse” (Is 28, 20).

No te olvides de las personas

Como fuere, en la Iglesia se subliman algunas necesidades humanas sepultándolas capa sobre capa. Se nos olvida que, por nuestra propia condición de seres limitados y mortales, la omnipotencia del Señor no nos basta para sofocar el fuego del corazón o calmar las heridas de la carne. Una ristra de letanías no tiene por que ser remedio eficaz; la boca puede repetir sin pensar al tiempo que el sistema límbico trabaja a mil por hora.

La necesidad de afecto no debería ser tabú.

Cuando empujamos a la persona de enfrente a no poder comunicar sus emociones la estamos mutilando salvajemente.

Y ahí la empatía juega un papel primordial. ¿Nos interesa que nuestro párroco pueda estar atravesando un momento de especial recuerdo por un amor de juventud y necesite del adecuado acompañamiento para perseverar en la vocación? O también, ¿cómo tratamos a las personas de vida consagrada que se han secularizado posteriormente? En este último caso el dolor es doble, porque se suman los comentarios de pasillo y desprecios velados a la ya de por sí dolorosa situación personal de tener que elegir entre dos vocaciones firmemente arraigadas en lo profundo del corazón para las que, actualmente, no hay complementación satisfactoria.

No te ates la lengua

La construcción de una Iglesia que se desarrolla y avanza desde la sinodalidad no puede ser compatible con la existencia de los temas tabú. Hablemos entre todas, hablemos sobre todo. Perdamos el miedo a hablar, discernir y razonar críticamente en el seno de nuestras parroquias, casas comunitarias y diócesis.

Qué bueno me parece si para terminar nos acordamos del evangelista San Marcos: “Cuando sean arrestados y los entreguen a los tribunales, no se preocupen por lo que van a decir, sino digan lo que se les inspire en ese momento; porque no serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu Santo” (Mc 13,11).

Pues igual nosotras, no andemos preocupadas por el qué decir. Confiemos. Dejémonos sorprender porque, alguna vez, alguien nos señalará y gritará: “¡Mira, es negra!”. ¿Y quién sabe? A lo mejor descubrimos que nuestra piel es más oscura de lo que nuestra estructura ideológica afirmaba.