Mala memoria


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Soy nefasto recordando nombres y caras. Han pasado ya varias semanas desde que mi hijo comenzó su primer año en un colegio público y, a día de hoy, todavía no sé el nombre de todas sus compañeras y compañeros. Él me cuenta lo que ha hecho fulanita o menganito, o que zutano se portó mal con fulano. Pero no siempre puedo asociar el nombre a una cara; ni siquiera al fragmento de esta que deja visible la mascarilla.



¿De quién me hablas?

Hace unos días decidí preguntar a una mamá por el nombre de la persona a quien ella acompañaba para poder salir de dudas con respecto a un nombre del que me estaba hablando mi hijo últimamente. Después de la entrada a clase me acerqué a ella –a distancia sanitaria– y le pregunté:

  • Hola, disculpa. ¿Cómo se llama tu hija?
  • Hijo
  • Hijo, perdona.

Pues así, en apenas segundo y medio de conversación, se generó una situación que posteriormente me ha hecho reflexionar. No sucedió nada del otro mundo. Resolví mi duda y continué con mi camino después de explicar el motivo de mi pregunta.

Sin embargo, el agitado panorama sociocultural con respecto al sexo y el género hacen que mis planteamientos sigan oscilando alrededor de tan minúsculo detalle. ¿Qué sintió esa mamá? ¿Adquirí una serie de etiquetas de manera inmediata, de esas que te son impuestas por el ‘consejo de sabios’ de cada ámbito del conocimiento y que internet tan rápida y peligrosamente expande? ¿O tal vez fue un comentario más, perdido a la deriva entre el mar de palabras diarias?

Puede que le dé demasiadas vueltas al asunto, pero se produce la circunstancia de que cada día me resulta más complicado adaptarme a los cambios culturales que se extienden rápida y masivamente.

Dos letras dan para mucho

Supongo que sabes que tengo una licenciatura en Biología, pero por si acaso aquí te lo recuerdo. Viene a colación porque allá teníamos una asignatura que se llamaba ‘Biología del desarrollo y la reproducción’ en la que –entre otras cosas– se exponían las diferencias sexuales entre varones genéticamente hombres (XY), mujeres genéticamente mujeres (XX) y el espectro de genomas que pueden derivar por duplicaciones o eliminaciones (XXY, XYY, X, etc…).

La definición del sexo desde el punto de vista genético es de por sí complicada (¿Qué es un XXY, varón con una X extra o mujer con una Y? ¿Qué es X, varón sin Y o mujer sin la otra X?). Luego están las expresiones fenotípicas (lo que se ve) de dichos genomas, diferentes en cada persona. Y, por si no fuera suficiente, el avance de la cultura ha traído consigo la definición del género, a la que cada cual parece poder adscribirse libremente.

¿Por qué hablo de esto? Pues porque me parece que una grandísima proporción de nuestra Iglesia no se ha preparado intelectualmente para razonar críticamente sobre estas cuestiones. En alguna ocasión he expuesto mis dudas a algún sacerdote y no ha podido arrojar luz sobre el asunto.

Pongo como ejemplo una duda que me surgió hace años. Una pareja contrae matrimonio por la Iglesia católica. No pueden concebir hijos y, durante unas pruebas, se descubre que la razón es una esterilidad provocada por, digamos, una condición de XXY en uno de los cónyuges (síndrome de Klinefelter). ¿Se trata de una mujer con Y o de un varón con otra X? Pues, depende de la definición por la que se opte, ese matrimonio encajará en el ámbito del derecho canónico o estará fuera de la ‘legalidad’ católica. A más de un sacerdote le estallaría la cabeza ante esta duda.

Mucha letra veo yo ahí

Internet no ha ayudado a dilucidar un razonamiento crítico y sosegado del asunto, sino que se han extendido formas fanáticas de pensamiento, en un sentido y otro, que cargan contra la otra parte arguyendo la verdadera razón para sí mismos.

Las letras X e Y a nivel genético y las letras A, O y E en la ortografía, han conformado un batiburrillo de letras que complican el diálogo mutuo. No parece que en el futuro inmediato vaya a existir un acuerdo global que nos incluya a todas las personas en esta y otras materias.

Qué necesarias son las palabras del apóstol Pablo a los filipenses (y a las filipenses también). En el segundo capítulo de su carta les pide que se mantengan unidos en el amor, que construyan el bien común. Ojalá que sus palabras nos den luz para no ahogarnos en un mar de letras.

“¿Puedo pedirles algo en nombre de Cristo, hablarles del amor? ¿Han recibido el Espíritu y son capaces de compasión y ternura? Entonces denme esta alegría: pónganse de acuerdo, estén unidos en el amor, con una misma alma y un mismo proyecto.No hagan nada por rivalidad o vanagloria. Que cada uno tenga la humildad de creer que los otros son mejores que él mismo. No busque nadie sus propios intereses, sino más bien preocúpese cada uno por los demás” (Flp 2, 1-4).