José Beltrán, director de Vida Nueva
Director de Vida Nueva

El abrazo de Dios… contra el coronavirus


Compartir

VIERNES. Al atardecer. En la Plaza de San Pedro. Llueve. Solo un hombre en plano. Camina. No sin dificultad. Entre la tempestad del virus que lo coap todo. Vía dolorosa. Ni un alma. Aparentemente. Porque están todas. Al otro lado del televisor. Esperando consuelo. Y se topan con la humanidad del párroco global. “Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa”. Nos. Nosotros. Francisco se siente como todo hijo de vecino: “Todos frágiles y asustados”. Pero sin dejarse atrapar por la adversidad.



“Todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos”. Levanta la alfombra que pisa, para destapar todas esas vergüenzas que han quedado al descubierto al paso del COVID-19: las falsas y superfluas seguridades, las aparentes rutinas “salvadoras”, el maquillaje de lo materia, la anestesia ante las guerras y las injusticias, la indiferencia al grito de los pobres… “Nuestro planeta gravemente enfermo”. Pero no se queda ahí.

Nadie se salva solo

No se deja atrapar por la adversidad de la morgue italiana. En el lugar donde cada octubre eleva a los altares a unos cuantos católicos que se lo han ganado a pulso, ‘canoniza’ ahora con el cielo encapotado a aquellos “que no aparecen en las portadas de las revistas ni en las pasarelas” y que “sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia”.

El papa Francisco se dirige en solitario frente al atrio de la basílica de San Pedro.

Los santos de la puerta del lado. “Médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo”.

Balcón a pie de calle

Es el aplauso del Papa desde su balcón vaticano a pie de calle. Y la bendición para el pueblo que sufre. Para los enfermos, los fallecidos y sus familias. Bendición ‘urbi et orbi’ extraordinaria, en lenguaje de sacristía. Pero Bergoglio obvia estos tecnicismos eclesiales.

Habla en cristiano: “Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios”. El abrazo de Dios. Que no es poco. Un hilo de esperanza cuando poco o nada invita a ello. Cuando parece que calla en medio de la pandemia, su silencio abraza para los que creen. Y para los que no, abraza un buen hombre llamado Jorge Mario Bergoglio.