Amado hijo:


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Tengo la certeza de que no leerás esta carta porque estás dando ahora tus primeros pasos en la pronunciación de aquello que está escrito; cualquier momento te parece bueno para aventurarte a decir las palabras que ves, ya sea en la caja de un juego de mesa, en un folleto de la juguetería o en el paquete de leche que guardamos juntos en la despensa.



Perdóname

Aún sabiendo que pasarán muchos años hasta que estas letras lleguen a tus ojos y tu corazón, me aventuro a publicarlas aquí pensando que no son solo mías, sino que pertenecen también al silencioso compendio emocional de millones de padres y madres en nuestro planeta.

Te pido perdón, hijo.

Debes disculparme porque perteneces a un segmento de personas potencialmente descartables; eso lo has recibido en herencia no solicitada. Vivimos en un barrio de aceras rotas; lo están casi tanto como los sueños y esperanzas de muchas de las personas que conviven aquí con nosotras. No entiendo el sistema económico que impera, por lo que no te podré preparar para tu inclusión en él. Mis escasas habilidades de inserción social en la vida cotidiana te resultarán ineficaces en el desarrollo de tus propias relaciones; necesitarás de otros modelos referenciales.

Por ello y por el resto de dificultades inherentes a nuestra relación padre-hijo te pido perdón.

Culpa sin dueño

Si mañana cierro los ojos definitivamente y parto a la mesa compartida que con Esperanza Viva aguardamos, me gustaría haber dejado en ti la huella de un amor entregado. Solo el amor que se cultiva para ser regalado es capaz de aplastar la culpabilidad que los fracasos se empeñan en contagiar. 

Vivir será complicado, porque mucha gente se acercará a ti con una dosis de culpa que querrán hacer tuya: por no haber conseguido la integración social que se demanda de media, porque no aceptaste cualquier empleo –por deshumanizador que este fuera–, porque le diste la espalda a un falso amor rebosante de condiciones y reproches, porque no amasaste una fortuna económica… 

No te dejes vencer. Los amiguitos de Jesús –como a veces me refiero cariñosamente a las personas cristianas cuando hablo contigo–, tenemos en la cruz un refugio. Acude a Él cuando te sientas desvalido o en el centro de tu pecho aparezca el calor de la impotencia. Lee la segunda carta de Pedro: 

Acuérdense de las palabras dichas en el pasado por los santos profetas y del aviso de sus apóstoles, que era el del Señor y Salvador.

Sepan, en primer lugar, que en los últimos días se presentarán burlones que no harán caso más que de sus propias codicias, y preguntarán en son de burla: “¿En qué quedó la promesa de su venida? Desde que murieron nuestros padres en la fe todo sigue igual que al comienzo del mundo.”

Mas nosotros esperamos, según la promesa de Dios, cielos nuevos y una tierra nueva en que reine la justicia. Con una esperanza así, queridos hermanos, esfuércense para que Dios los encuentre en su paz, sin mancha ni culpa.

(2Pe 3, 2-4.13,14)

Así, hijo mío, perdóname por el mundo heredado y tu situación en él. Mi Esperanza va contigo; no dejes que sea una losa sobre tu espalda sino un colchón sobre el que descansar.