Víctimas del coronavirus: la familia que ha perdido a 40 hijos

Parroquia Nuestra Señora de las Angustias. Foto: Jesús G. Feria

¿Cómo sigue adelante una familia que ha perdido a 40 de los suyos? Es la pregunta que sale de las entrañas de la Parroquia Nuestra Señora de las Angustias, en Madrid, que el pasado 11 de julio celebró un funeral por todos los miembros de su comunidad fallecidos en estos meses a causa de la pandemia. Fernando Díaz Abajo, uno de los sacerdotes de la parroquia, destaca la importancia de la ceremonia conjunta, pues sentían el dolor de que “no pudimos hacerlo en su momento por cada uno, con sus familias”.



“Han sido –detalla– cuarenta personas, cuarenta nombres, cuarenta historias, cuarenta vidas: Fernando, Emiliana, Rafa, Agustín, Manolo, Ángel, María del Carmen, Juana, Edin, Dori, Julia, Luisa, Angelines, Manoli… Junto a las hermanas del Amor de Dios fallecidas por COVID-19 en distintas latitudes: Inmaculada, Judit, Raquel, Pilar, Margarita, Ángeles, Isabel, Victoria”.

Un vacío imposible de llenar

“Para quienes miden –prosigue– la vitalidad de una comunidad cristiana por el número de sus miembros, cuarenta personas quizá no son muchas, sino pocas. Pero, para nuestra comunidad, cuarenta personas son cuarenta vidas irrepetibles, cada una con su singularidad, con la aportación propia de su fe y su experiencia al caminar común de todos en una larga historia compartida. Por eso, son cuarenta vacíos imposibles de llenar”.

Eso sí, como enfatiza Díaz Abajo, “hemos perdido mucho, pero hemos sembrado mucho. Porque la vitalidad de esta comunidad no está en el número, sino en las vidas entregadas de quienes la formamos intentando, con sencillez, ser transparencia del amor de Dios en lo cotidiano, procurando construir fraternidad”.

Una vela por cada uno en el altar

El sacerdote se adentra en su dolorido corazón y echa la vista atrás a ese 11 de julio, al instante exacto en el que comienza la celebración: “El altar está vacío. Tiene sabor al dolor, al silencio y a la penumbra del Sábado Santo. Vamos nombrando al principio a cada una de estas personas. Es una manera de comenzar haciendo memoria de lo vivido: José Luis, Juliana, Ediluvina, Sofía, Valentín, Carmen… Por cada uno encendemos una vela que va colocándose sobre el altar, hasta rodearlo casi por completo. Es la primera transformación que nuestra celebración nos ayuda a experimentar: la memoria se hace luz para nuestro camino; el recuerdo agradecido es la manera de sentir que nuestros difuntos siguen caminando con nosotros. Pasamos de la muerte a la vida, de la sombra a la luz. Nunca estuvo el altar de la parroquia tan iluminado como hoy, cuando acogemos, agradecemos y extrañamos a estas hermanas y hermanos nuestros, con sus historias tan diversas. Sus vidas son luz incluso en la muerte, porque, como decimos en la plegaria eucarística, ‘la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma’”.

Pilar –continúa en su homenaje–, Josefina, Bernabé, Agapita, Wenceslao, José Luis, Angelines… Unos formaban parte de los grupos de catequesis de mayores; otros colaboraban en diversas actividades pastorales; otros son familiares, amigos o feligreses con quienes nos encontrábamos en la misa dominical. Madres, padres, abuelos, hijos y hermanos… Cada quien hizo su parte en la construcción de esta comunidad a lo largo de sus vidas. Unos han fallecido en hospitales, en ese entorno de soledad y cariño ajeno, y otros en sus casas, habiendo podido estar más acompañados por sus familias”.

Tanta gratitud que expresar

“El dolor –se lamenta– que hoy acogemos y que se hace oración tiene dos caras: la ausencia de quienes se han ido y el dolor de quienes quedamos con tantas caricias por dar, tantas sonrisas pendientes, tanto perdón que intercambiar y tanta gratitud que expresar. Jeni, Encarnación, Pilar, Ana, Julián, Tomasa… En cada nombre recordamos los días vividos. Hacemos memoria de la catacumba en que los sacerdotes de la parroquia hemos celebrado con distancia la eucaristía cada domingo a lo largo de estos meses. En esas celebraciones de catacumba se iban haciendo presentes, junto a toda la comunidad, quienes nos iban dejando”.

Una memoria que, además, ha sido semilla de entrega por los demás. Y es que estamos ante una parroquia de por sí activa en múltiples iniciativas fraternas, como en la acogida a refugiados que duermen en la calle. Ahora, pese al dolor, no ha sido menos: “En ningún momento cerramos. Éramos la única Cáritas abierta del distrito. De atender a las habituales 86 familias, hemos pasado a seguir escuchando y ayudando solidariamente a 287 familias en este tiempo. Es otra cara del dolor y de la esperanza”.

Queda la esperanza

Porque, como concluye Díaz Abajo, “sobre todo nos queda la esperanza. Hortensia, Cruz, Cesáreo, María Teresa, Ana, Raquel, Inmaculada, Margarita… Nos han enseñado con sus vidas sencillas y entregadas la gratitud en que somos invitados a vivir la conciencia del amor gratuito de Dios en nuestra vida cada día. Nos han enseñado a vivirlo en la sencillez de lo cotidiano, sin aspavientos. Nos queda el narrarnos sus historias de vida, sus alegrías y sus penas, para experimentar, como experimentaron ellos en la sencillez creyente, el paso de Dios por nuestra vida”.

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