Rafael: el efímero regreso a la Sixtina cuatro siglos después

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Durante una semana, los visitantes de la Capilla Sixtina han vivido un sueño. El mismo que Rafael, el pintor de Urbino, tuvo antes de morir el 6 de abril de 1520: ver, por fin, colgados juntos los diez tapices de los Hechos de los Apóstoles que concibió para el perímetro inferior de la Sixtina. “Son la conclusión teológica de los frescos del siglo XV y del Génesis y el Juicio Final de Miguel Ángel”, según la directora de los Museos Vaticanos, Barbara Jatta. La apoteosis del mensaje iconográfico, evangélico y artístico del sacellum y sede del Cónclave.



Rafael nunca llegó a ver esa imagen. Cuando murió –el Viernes Santo de 1520, con solo 37 años–, solo lucían los primeros siete tapices, cosidos en Bruselas por el tejedor Pieter van Aelst sobre cartones del pintor. Hasta un año después, en 1521, no lució toda la serie, un encargo del papa León X que reproduce el ciclo de las historias de san Pedro y san Pablo. “Es un acontecimiento importantísimo, una forma de celebrar el 500 aniversario de la muerte de un gran artista de la identidad, no solo de la cultura figurativa italiana y vaticana, sino universal”, prosigue Jatta.

Capilla Sixtina

Solo una semana o, más bien, toda una semana –entre el 17 al 23 de febrero– se han podido ver los tapices, restaurados por los Museos Vaticanos. Nunca, desde hace cuatro siglos, habían permanecido tantos días en la Capilla. “Pensamos en hacer esta recreación histórica, poniéndolos de nuevo en el lugar para el que fueron encargados en 1515 y donde los maravillosos tapices de Rafael fueron colgados en 1519, siendo realmente una finalización teológica y visual de esa magnífica catequesis visual que es la Capilla Sixtina”, describe la directora.

¿Celos de Miguel Ángel?

Es decir, como afirma Jatta, el esplendor de la Capilla Sixtina “son los Hechos de los Apóstoles, las historias de Pedro y Pablo, que ahora están debajo, no solo de las historias de la vida de Moisés y Jesucristo, sino también bajo la gran bóveda del Génesis de Miguel Ángel”. Los frescos, colgados en los mismos ganchos que en la noche de San Esteban de 1519 se colocaron los siete primeros recién llegados de Bruselas, estaban tejidos con hilos de seda dorados y también plateados. “Según todos los presentes, nunca antes se había visto en el mundo nada más bello”, afirma Jatta citando a Paris de Grassis, el entonces maestro de ceremonias de la Capilla Magna, quien describió el “estupor y la admiración” que suscitó en el Vaticano “el lujo de la refinada manufactura y el rico repertorio iconográfico producido por el genio de Rafael”.

Al celo y la ira de Miguel Ángel, quien había pintado ya la bóveda pero aún no El Juicio Final, ante la fama y el talento de Rafael –que era superior, sobre todo, en el empleo del color– se le ha atribuido que las diez obras maestras (de cinco metros de largo y cuatro de altura cada uno) acabaran en otras estancias vaticanas. Aunque no es cierto, pese a que costaron cinco veces más de lo que, finalmente, se pagó a Miguel Ángel por su intervención en la Capilla Sixtina. La razón es, meramente, práctica: fueron concebidos para adornar la capilla en las solemnes ceremonias litúrgicas. De ahí que León X ofreciera a Rafael elaborar tapices y no frescos, como Julio II y Sixto IV encargaron a Miguel Ángel o a Botticelli, Perugino, Ghirlandaio, Rosselli y Signorelli, en este caso con las vidas de Moisés y Jesucristo.

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