Misioneros extraordinarios en lo ordinario: Justino Izquierdo, ¡Liberia es mi misión!

Fue a los 11 años de edad cuando, en el colegio, el burgalés Justino Izquierdo tuvo su primer contacto con los Hermanos de San Juan de Dios. Tal fue su impacto que, a los pocos años, tras un trabajo con ellos atendiendo a enfermos mentales en Palencia, ingresó en su noviciado. Terminado este, estudió Enfermería y Fisioterapia, haciendo prácticas en un hospital de la orden. Hasta 1966, cuando le preguntaron si quería ir a misiones. Su “sí” dio inicio a su verdadero camino: el del misionero.

“Mis primeros años –rememora– los pasé en Ghana, en un hospital que los hermanos tenían en plena selva. Fueron años duros, por la falta de medios y por el problema del idioma, pero pude dedicarme a aquella gente. Fui el primero en hacer una transfusión sanguínea y muchas cosas más; algunas con miedo, debido a las costumbres ancestrales en alguna región”.

Entrega en medio de la guerra

Después de siete años en Ghana, llegó el que iba a ser el gran destino de su vida: el hospital de San José, en Monrovia (Liberia), donde pasaría casi cuatro décadas, “haciendo de todo: técnico de laboratorio, enfermero anestesista, administrador y gerente del hospital, así como superior de la comunidad. Me entregué a la gente con toda mi vida”.

No tardó en hacerles frente el drama de la violencia: “Durante la guerra entre 1989 y 1990, pasé momentos en los que tuve que enfrentarme a los guerrilleros y a soldados del régimen. Recuerdo una vez que me puse delante de los heridos, que estaban aterrorizados, y les dije: ‘Antes de que os toquen, tendrán que pasar por encima de mi cadáver’. ¿Quien me dio esa fortaleza? Solo Dios, así lo sentí”.

Evacuaron el hospital

Aunque el conflicto llegó a un punto en que, de un día para otro, mientras estaban en los quirófanos con heridos (hablaban tumbados en el suelo para esquivar las posibles balas), debieron tomar una decisión: evacuar el hospital y marcharse. Desgraciadamente, no pudieron llevarse a todos los enfermos y allí se quedaron los que no podían moverse.

Izquierdo lo recuerda así: “Tomamos la decisión al explotar un mortero al lado. Las tropas rebeldes nos habían dejado salir, pero las fuerzas gubernamentales estaban a 200 metros. Huíamos en un convoy, pensaba que era el fin… Me dolían sobre todo las expresiones de terror de los niños y de las madres. Recuerdo a Catherine, una niña de seis años a la que habían destrozado las piernas. Me agarraba la mano y me decía: ‘No me sueltes, han matado a mi padre y a mi madre’. Ibas a besarla y se abrazaba. Eso no podré olvidarlo jamás”.

Protectores de su pueblo

En esos momentos de especial dureza, como los muchos más que vivieron en todos esos años, Izquierdo insiste en que, pese a todo, no perdían la esperanza: “Orábamos en comunidad y pedíamos por la paz y la protección del pueblo. Creo que nos olvidábamos de nosotros pensando en los otros. Por supuesto, que teníamos miedo… Miedo siempre se tiene, y el que diga que no es un estúpido. Lo importante era disimularlo para animar a los otros”.

A veces, tener esperanza parecía una utopía: “Una vez, tuve que tomar una decisión muy dura. A la hora de preparar la evacuación hacia el interior de país, ante la falta de medios, tuve que elegir en primer lugar a los niños y a las mujeres, dejando a otras personas. Pero todos sabían que la Iglesia estaba con ellos y, en esos momentos duros, les acogíamos con todo nuestro cariño, ya fuera en el templo, en la residencia de los religiosos o en los propios departamentos hospitalarios”.

La última batalla: contra el ébola

Tristemente, el Hospital San José de Monrovia se hizo conocido en España en 2013, cuando se desbordó por el ébola y murieron varios miembros del equipo, entre los que estaba el hermano Miguel Pajares, que falleció en Madrid. Por aquel entonces, Izquierdo ya estaba jubilado y vivía en España. Pero no lo dudó un segundo y, junto al laico Roberto Lorenzo y a la religiosa de la Inmaculada Concepción, María Ángeles, formaron el primer equipo de emergencia para tratar de reabrir el centro, cerrado por el Gobierno liberiano.

“Me consultaron si estaba animado a ir –recuerda–. Lo pensé mucho y tenía miedo, pero mi oración era por las dos hermanas enfermas (entre ellas, Paciencia Melgar), pidiéndole a Dios que les diera la curación; sentí que el Señor me decía: ‘Yo no tengo ni manos, ni pies, ni cabeza, vete tú en mi lugar’. Y eso fue lo que me hizo dar el paso. El viaje fue muy largo. Cuando llegamos al aeropuerto de Monrovia, me preguntó el oficial de Emigración que dónde íbamos a residir. Al decirle que en el hospital católico, abrió los ojos como globos, pues habían muerto allí 19 personas. Al preguntarme que cuánto tiempo y contestarle que cuatro meses, te puedes imaginar cómo seguían sus ojos…”.

Vuelta a la vida

“Llegamos al día siguiente al hospital –rememora– y aquello estaba muerto; empezó a llegar algún trabajador, pero se mascaba la gran tragedia. Inmediatamente, empezamos la limpieza de las residencias para vivir en ellas. Las dos hermanas habían recibido el alta… Habían vuelto a la vida”.

Tras meses de duro trabajo, dieron el testigo al siguiente equipo que la congregación mandaba desde Madrid y regresaron. No sin un susto: “Al empezar la cuarentena en una residencia llevada por religiosas, desarrollé una faringitis con una décima de fiebre. Al informar a Sanidad, tuve que ser internado en el Hospital Carlos III para el control. Fueron unos días, hasta que los análisis dieron negativos y me dieron el alta. El personal del hospital me trató con cariño, aunque el traje de ‘astronautas’ que llevaban impresionaba mucho”.

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