El pueblo malagueño tenía razón: Tiburcio Arnaiz es beato

  • Becciu, prefecto de Causas de los Santos, ha reivindicado que fue un “pastor con olor a oveja”
  • A inicios del siglo XX, cambió su mundo al impulsar con un equipo de mujeres las misiones rurales

En la mañana de este sábado 20 de octubre, la comunidad creyente de Málaga ha vivido una jornada histórica con la subida a los altares del jesuita Tiburcio Arnaiz, referente eclesial local y nacional en el primer tercio del siglo XX, cuando fundó la Asociación de Misioneras de las Doctrinas Rurales, con la que acercó la fe y la cultura a los estratos sociales más desfavorecidos.

La ceremonia, celebrada en la catedral de Málaga, ha sido presidida por el prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, Giovanni Angelo Becciu, concelebrando con el los obispos de Málaga, Jesús Catalá, y Granada, Javier Martínez. Además de otra decena de prelados, han estado el nuncio papal, Renzo Fratini, y el cardenal emérito de Pamplona, Fernando Sebastián, residente en Málaga.

Testigo heroico

En su homilía, Becciu ha destacado que el ya beato Tiburcio Arnáiz, “con el intenso sabor de su fiel testimonio del Evangelio hasta el heroísmo, supo impregnar de la doctrina de Cristo el ambiente en el que vivió, contribuyendo así a la misión de la Iglesia en el mundo. Con su vida, marcada por las buenas obras, nos ofrece un claro ejemplo de fe sincera y profunda, enriquecida por el sentido de la presencia de Dios y por la disposición a conformar su existencia con la voluntad divina”.

“El intenso y fructífero ministerio apostólico -ha añadido- de este celoso sacerdote e hijo espiritual de San Ignacio de Loyola se ejerció sobre el fundamento de la fe y de la caridad, todo orientado a la edificación de las almas y a la salvación de quienes fueron objeto de su cuidado pastoral. Su vivaz y cálida predicación se convirtió en un motivo decisivo para la conversión de muchos, especialmente durante las misiones populares, a través de las cuales llevaba a cabo una intensa y fructífera evangelización y promoción social”.

Becciu ha reivindicado que Arnaiz fue “un pastor según el corazón de Cristo y un misionero de la fe y de la caridad. Fue el típico ejemplo del ‘pastor con olor a oveja’, como hoy diría el papa Francisco. Fue un intrépido heraldo del Evangelio, especialmente entre los más humildes y olvidados de los llamados ‘corralones’, los barrios más pobres y también más hostiles a la Iglesia de Málaga, consumiendo su vida por el prójimo, sostenido por un gran amor a Dios”.

Apostó por mujeres laicas

Uno de sus tesoros es que supo hacer “partícipes a un grupo de fieles laicas, comprometidas con la catequesis en las zonas rurales, que aún hoy, reunidas en la sociedad de vida apostólica de las Misioneras de las Doctrinas Rurales, realizan un apreciable apostolado”. “¿De dónde provenía todo este ardor apostólico del beato Tiburcio Arnaiz?”, se ha cuestionado el prefecto. A lo que él mismo se ha respondido de un modo claro: “De una vida espiritual intensa, que encontró su culmen en la oración y en la Eucaristía: precisamente, de aquí, él obtenía la fuerza para poder gastarse sin reservas en el ministerio sacerdotal. Esta unión con el Señor, fruto de la fe, era la razón de su esperanza y se manifestaba después en el amor a los demás. En el encuentro orante con Cristo, corazón con corazón, él fue madurando poco a poco en ese conocimiento del Señor”.

Al modo de un cura de Ars malagueño, el beato adquirió un “espíritu de sabiduría” a través del cual “formaba y guiaba las conciencias en la incansable actividad del confesionario, punto de referencia en la Iglesia del Corazón de Jesús para los penitentes de Málaga y de otros lugares, de la dirección espiritual, de los retiros y, sobre todo, de los ejercicios espírituales predicados a personas de todas las clases sociales”.

“Él representa para todos nosotros -ha proseguido Becciu-, singularmente para los sacerdotes y las personas consagradas, el ejemplo del hombre que no se conforma con lo ya conquistado, sino que, siendo dócil a las exigencias del espíritu, se propone entregarse a Dios con mayor radicalidad. De aquí nace su decisión de ingresar en la Compañía de Jesús tras doce años de ministerio diocesano. Él respondió al amor de Dios a través de una creciente entrega en el ministerio y en el amor por los últimos, los descartados”.

Palabras de fe, consuelo y esperanza

“¡Cuánta necesidad -ha clamado- hay, en nuestros días, de abrir el corazón a las necesidades espirituales y materiales de tantos hermanos nuestros, quienes esperan de nosotros palabras de fe, de consuelo y de esperanza, así como gestos de atenta acogida y de generosa solidaridad! Presentar a Tiburcio Arnaiz hoy a la Iglesia significa reafirmar la santidad sacerdotal, pero, sobre todo, supone dar a conocer a un ministro de Dios que hizo de su existencia un camino constante, luminoso y heroico de total entrega a Dios y a los hermanos, especialmente los más débiles“.

Una bella homilía que el prelado italiano ha culminado reivindicando que el nuevo beato “se sentía corresponsable de los males espirituales y morales, así como de las heridas sociales de su tiempo, y era consciente que no podía salvarse sin salvar a los otros. Esta asunción de responsabilidad, esta madurez de fe, este estilo de presencia sacerdotal y cristiana en el mundo, son también necesarios en el actual contexto eclesial y social, el cual tiene extrema necesidad de la presencia y del compromiso de sacerdotes, de personas consagradas y de fieles laicos que sepan testimoniar con coraje y firmeza, con entusiasmo e ímpetu, su mismo sentirse con Cristo, en Cristo y por Cristo, convirtiéndose en testigos creíbles del Evangelio”.

Arnaiz, ha concluido Becciu, “representa para la Iglesia de hoy un modelo que estimula a vivir de Cristo, al tiempo que para toda la sociedad supone una antorcha capaz de iluminar la historia de nuestros tiempos. Que su ejemplo nos acompañe y su intercesión nos sostenga. Por eso le invocamos: ¡Beato Tiburcio Arnaiz Muñoz, ruega por nosotros!”.

Una vida entregada a los demás

Nacido en Valladolid el 11 de agosto de 1865, Tiburcio Arnaiz ingresó en la Compañía de Jesús en 1902, tras la muerte de su madre. Formado en el Noviciado de Granada, en 1912 fue enviado a Málaga, donde, salvo un curso que pasó en Cádiz en 1917, permanecería hasta su muerte, el 18 de julio de 1926.

Encarnado plenamente en el pueblo malagueño, el padre Arnaiz se implicó en cuerpo y alma con las comunidades más populares, impulsando Asociación de Misioneras de las Doctrinas Rurales. Acompañado de equipos catequistas formados por mujeres comprometidas, en dichas misiones pasaban largas temporadas en las aldeas y cortijos, enseñando a leer y escribir a los lugareños.

Con el tiempo, su apostolado rural fue considerado como pionero, siendo su gran logro la extensión de la cultura a los grupos más desfavorecidos, estando toda esta acción impregnada, además, de una honda espiritualidad. Infatigable confesor y formador de sacerdotes (eran conocidísimos sus ejercicios espirituales), el jesuita pucelano, que apenas comía ni dormía (para no restar tiempo a su acción pastoral y pedagógica) también visitaba a los más necesitados en la cárcel o en los hospitales.

Su muerte causó una profunda conmoción en toda la sociedad malagueña. Por deseo expreso del obispo, Manuel González, su cuerpo recorrió las calles en el mismo recorrido que hacía la procesión del Sagrado Corazón de Jesús. Enterrado en la iglesia de los jesuitas en la Plaza de San Ignacio, miles de fieles malagueños visitan cada año su tumba. Desde ahora, es certeza lo que el pueblo intuyó desde el primer momento: Tiburcio Arnaiz es beato.

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