Por filosofía, y por 60 millones

La eterna pugna entre educación pública y privada en Uruguay

Lo público y lo privado: ¿cómo se define esta línea divisoria y qué implicancias tiene? Lejos de ser un tema de exclusivo interés para expertos en filosofía política, en Uruguay estas definiciones se hacen carne en acalorados debates de autoridades y ciudadanos, en especial cuando se combinan con otros temas que también despiertan pasiones, como lo es la educación.

El modelo uruguayo diferencia muy claramente entre el sistema educativo formal privado y público. No existen, como en otros países, instituciones gestionadas por privados que tengan financiación directa del estado, ni total ni parcial. Lo que sí existen son dos mecanismos por los cuales el Estado rescinde –al menos potencialmente– de cierto monto de su recaudación a favor de instituciones educativas privadas. En primer lugar, toda la actividad educativa privada está exonerada del pago de impuestos, incluyendo los aportes patronales a la seguridad social, que significan un 7,5% del salario nominal del trabajador.

Asimismo, cuando una empresa privada hace una donación voluntaria a alguna institución educativa (ya sea esta pública o privada), se le permite descontar un porcentaje de ese monto a la hora de pagar el impuesto a la renta.

En los últimos tiempos estas disposiciones han sido cuestionadas, y el tema ha resurgido recientemente con motivo de la rendición de cuentas del gobierno. Algunas voces dentro del oficialismo se han lanzado a criticar estos mecanismos, argumentando que esos recursos deberían redirigirse para reforzar la educación pública. Sin embargo este es un tema que divide al partido de gobierno, ya que otros de sus representantes, como el ministro de Economía y Finanzas, Danilo Astori, han salido a contrarrestar estas críticas.

Un partido en diversas canchas

La discusión se mueve en dos niveles: uno más filosófico-teóricoy uno más económico-práctico. En el primero está el tema de lo público y lo privado, con la manera tan tajante en la que suele entenderse esta distinción en Uruguay, que muchas veces llega al punto de que se entiendan mutuamente como enemigos o competidores. En respuesta, algunos actores han empezado a promover el concepto de “instituciones públicas de gestión privada”. Esta idea hace hincapié en que, aunque sean actores privados o ajenos al Estado quienes lleven adelante la gestión de una obra, esta puede de todos modos estar ofreciendo un servicio público. Tal es el caso de las instituciones educativas, y en especial de los secundarios gratuitos manejados por privados que en los últimos años cobraron más fuerza y se multiplicaron (y que también fueron criticados por actores del gobierno en reiteradas ocasiones).

Habría, entonces, dos elementos en juego que complejizan la categorización público/privado: la naturaleza del servicio que se brinda y la naturaleza del actor que lo gestiona. La pregunta de fondo refiere a cómo debería el Estado entender a este tipo de organizaciones. ¿Son un rival indeseable, un mal menor a permitir, o un potencial aliado para enfrentar los problemas complejos a los que tienen que responder las sociedades de hoy?

Curiosamente, a nivel de la educación no-formal Uruguay ha tomado el camino de trabajar codo a codo con privados y con la sociedad civil. Las instituciones que atienden a niños y jóvenes, desde la primera infancia hasta el fin de la educación media, pueden ser totalmente estatales, o ser gestionadas por organizaciones no-gubernamentales y recibir una partida del gobierno por realizar este servicio. Pero esta lógica que se da sin problemas en este ámbito no se traslada en lo más mínimo al de la educación formal.

Otro costado del tema, aun más profundo y complejo, quizás, es si los ciudadanos deberían poder incidir, al menos parcialmente, en la decisión de qué se hace con el dinero de sus impuestos. Este es de algún modo el espíritu que subyace en los mecanismos de exoneración impositivos: en vez de aportar todo ese dinero al Estado, para que éste lo administre y lo vuelque en obras y servicios públicos planificados centralmente, se le permite la posibilidad a estos actores de que ellos mismos resuelvan qué destino quieren que se le den a esos recursos, pudiendo elegir servicios públicos gestionado por privados o por el Estado indistintamente.

La dimensión más práctica es la económica, que contextualiza estas discusiones filosóficas en las necesidades concretas de recursos que tienen los gobiernos. Así, en la rendición de cuentas del año anterior algunos representantes del partido de gobierno argumentaron que era un contrasentido estar disponiendo recortes a la educación pública, al mismo tiempo que se permitían exoneraciones a privados. Un sector del oficialismo, IR, liderado por Macarena Gelman, propuso la anulación del mecanismo que permitía a las empresas deducir de sus impuestos el 75% de las donaciones que realizaran a universidades privadas. Luego de mucha discusión se resolvió bajar este porcentaje a 40%. Ahora, en marco de una nueva rendición, el tema vuelve a surgir y el sector insiste con eliminar totalmente esta posibilidad. Sin embargo, la senadora también oficialista Lucía Topolansky afirmó que el dinero que el Estado podría recuperar eliminando estos mecanismos no llegaría a hacer una diferencia significativa.

Hablando en plata

A fines de julio, www.icm.org.uy, el portal de la arquidiócesis de Montevideo, publicó que, en base a cálculos realizados por ese medio, la existencia de centros de enseñanza católicos en el país le significan al Estado un ahorro de 60 millones de dólares anuales en pago de sueldos. La educación católica –sin tomar en cuenta el nivel terciario ni la educación no-formal– atiende a casi 54.000 alumnos, lo que representa un 10% de la población total del sistema educativo nacional. Según los últimos datos estatales, el sistema cuenta en promedio con un docente cada 25 estudiantes. En base a eso, para acoger al alumnado que hoy estudia en colegios católicos el sistema público debería contratar 2.155 nuevos docentes, lo que, multiplicado por los salarios promedio del sector, ascendería a los mencionados 60 millones de dólares.

Este es simplemente uno de los cálculos posibles, aunque podrían hacerse otros “más temerarios”, se afirma desde el portal. Si, por ejemplo, se tomara el costo por alumno en el sistema público calculado por la última Rendición de Cuentas y se multiplicara por la cantidad de estudiantes en colegios católicos, la suma ascendería a 168 millones de dólares.

La motivación de la Iglesia para realizar estas cuentas parece clara: Si los argumentos de fondo no terminan de convencer sobre la necesidad de ver a la educación católica como un aliado y no como un enemigo, quizás los números sí lo logren.

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