Tribuna

Los deseos, la ignorancia y el vuelo

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Pablo d'Ors, sacerdote y escritor
PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor

“La misión de todo escritor es, a mi entender, mostrar que todo, absolutamente todo, es mucho más grande de lo que podamos soñar o imaginar…”

 

Correr tras los deseos

Con lo que nos encontramos al empezar a meditar es con nuestros deseos. Casi todos somos, por lo general, patéticamente egocéntricos: siempre pensando en nosotros mismos y en la satisfacción de nuestros deseos, como si la felicidad radicara en eso. La felicidad, sin embargo, no radica en absoluto en la satisfacción de las apetencias, sean cuales sean. Si radicara en eso, no tendría sentido que, tras cada deseo satisfecho, se alzara en el horizonte uno nuevo por satisfacer.

Nadie tiene por qué ser siervo de sus deseos. Podemos rechazarlos, mirarlos con ternura y conmiseración, con ironía. Personalmente me niego a convertir mi vida en una absurda carrera tras su consecución, para encontrarme al fin con las manos vacías. Porque tanto más se colman los deseos, tanto más exigentes y voraces son. La carrera en pos de los deseos no tiene fin, es agotadora.
 

Volar sin perder tierra

DIZ

Todos los libros del mundo narran lo fatuos que pueden llegar a ser nuestros deseos y lo vacías que se quedan nuestras manos tras su consecución. Porque si no conseguir algo que se desea intensamente es frustrante, conseguirlo suele ser peor. La literatura no debería limitarse a la descripción de esta trampa en que para muchos consiste ser hombre. La gran literatura, laica o religiosa, existe también, y sobre todo, para decirnos que todo eso es una caricatura de lo que podemos ser. La literatura tiene que ayudarnos a volar sin perder la tierra. ¿Cómo? Mediante el no saber.

La misión de todo escritor es, a mi entender, mostrar que todo, absolutamente todo, es mucho más grande de lo que podamos soñar o imaginar, mucho más incomprensible, mucho más misterioso. La obra de arte te coloca siempre frente al misterio. Si no te coloca frente al misterio del hombre, de la vida, del mundo, no es una obra de arte. La lectura de un libro debe dejarnos con la sensación de que somos más ignorantes que antes de haberlo leído.
 

Confesar la propia ignorancia

Cuando el hombre confiesa su ignorancia, comienza para él el verdadero viaje. Confesar la propia ignorancia es admitir que todo lo que sabes es nada en comparación con lo que puedes saber. Más todavía: que todo lo que hayas pensado o sentido antes sobre las cosas o sobre ti mismo es un impedimento para llegar a esas cosas y a ese ti mismo. Todo lo que es camino para llegar a una verdad puede ser también, y suele serlo, impedimento para llegar a ella.
Todo esto es, en el fondo, elemental; no hace falta tener estudios para vivirlo. Es más, tener estudios suele ser perjudicial y tiende a retardar este descubrimiento. Tantos más estudios tenemos, tantos más prejuicios amasamos. Y los prejuicios son como una barrera que nos ponemos y que nos impide acceder a la realidad. En ese no-saber, en cambio, sí que podemos empezar a ser fecundos.
 

Caminar es el fin

Con frecuencia los escritores nos sentimos perdidos en nuestra escritura, que empezó muy bien, llenándonos de promesas, para conducirnos luego a ese punto clave donde el retorno es imposible y el avance tan temerario como absurdo. Este es, como digo, el punto mágico, el esencial. Se comprende entonces, aunque sea remotamente, que no hay que llegar a ninguna parte, que no hay que escribir para que llegue el día en que tengamos un libro, que no hay que hacer nada esperando una meta o una finalidad. La meta o finalidad es la acción misma, sea cual sea. La vía es el objetivo. La escritura es el fin. Cuanto más he escrito desde esta perspectiva, más se ha ido ensanchando el camino. Y es así como he descubierto que no hay nada escondido, que todo está a la vista. Que no hay nada que destapar, sino que basta abrir los ojos y no agarrarse a nada para empezar a volar.

Es de este territorio del que nace la verdadera palabra creadora, la única a nuestra medida. Y es ahí donde se produce el milagro de la comunión, que es la plenitud a la que nos cabe aspirar.

En el nº 2.903 de Vida Nueva

 

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