Tribuna

La vida entera

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Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de DeustoFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“Para un cristiano es evidente que el destino de una vida humana incumbe a todos, y nunca puede considerarse responsabilidad exclusiva de una mujer….”.

Tras el salvaje atentado de la estación Atocha, la madre de uno de los fallecidos definió con dolorosa exactitud la consistencia del crimen. Lo que importaba más no era lo vivido por su hijo, sino lo que le quedaba por vivir, la edad no realizada.

No puede haber una mejor definición de lo que implica una muerte prematura, cuando la sensación de pérdida cobra la forma de una palabra no cumplida, de una esperanza profanada. Si la muerte siempre está llamando a las puertas de nuestro corazón, poniendo a prueba nuestra fe, la muerte temprana abre un paisaje de devastación, de mundo a solas, de cuerpo en vano.

Porque vivir no es solamente haber vivido. Vivir es la existencia que aguardamos, vivir es todo el tiempo que un proyecto universal nos ha asignado. Vivir es conciencia de hacernos, libertad de realización, derecho a consumar esta exigente condición del ser humano que alienta ya en el instante inicial de nuestra concepción.ilustración de Jaime Diz para el artículo de Fernando García de Cortázar 2883

Los cristianos no debemos callar cuando la cuestión del aborto vuelve a plantearse como un simple debate entre gobierno y oposición, como mera cuestión de mayorías y minorías. Ser cristiano es asumir valores que han de defenderse en los momentos difíciles. Y, como dijo un intelectual alemán en una época terrible, malos son los tiempos en que hay que luchar por lo evidente.

Porque para un cristiano es evidente que el destino de una vida humana incumbe a todos, y nunca puede considerarse responsabilidad exclusiva de una mujer que lleva en sus entrañas a quien ha de nacer. Solo en la más aberrante de las actitudes ideológicas puede creerse que una persona es propietaria de la vida de un ser humano. Aunque tan pocos lo adviertan, este despropósito implica la fractura de las bases morales de una civilización.

Ese mismo extravío ético pregona que una mujer afirma su libertad al decidir si su hijo va a nacer o no. Por el contrario, todos sabemos que esa decisión nunca se toma en condiciones que no estén determinadas, como señalan los propios partidarios del aborto, por limitaciones sociales o económicas a la posibilidad de elegir. Pero es que, además, esa decisión, lejos de dar testimonio de la libertad de la mujer, solo nos ofrece la humillante pérdida de su dignidad.

El privilegio maravilloso de dar a luz a un ser humano se convierte en la simple aptitud para gestionar un material orgánico cuyo destino se ajustará a las condiciones más o menos favorables de una coyuntura personal.

Quienes defienden el aborto mienten en el principal de sus argumentos. Estamos hartos de oírles decir que la criatura no nacida no es en realidad una persona, no es en verdad un ser humano. Dejemos de lado la objeción principal de los cristianos en este punto, para afirmar algo a lo que difícilmente pueden tener respuesta quienes quieren reducir este debate a una mera cuestión religiosa.

Lo que se consuma en el aborto es evitar precisamente que nazca una persona, no cualquier otra cosa. Todas las circunstancias que dicen justificar esa acción siempre se refieren a la persona que ha de nacer, a la vida que ha de cumplirse, a una existencia que se valora de acuerdo con su perfección física o con las molestias que puedan causar a sus progenitores su nacimiento y desarrollo.

Se aborta, precisamente, porque quiere evitarse una vida humana. Y en ese acto defendido con tan reprobable ligereza, se arranca de la tierra, de la experiencia común del género humano, una vida a la que todos teníamos derecho, un patrimonio que a todos nos incumbía, un milagroso don que a todos nos completaba.

Cuando sabemos que lo más precioso del ser humano es su capacidad de crear una vida consciente, cuando sentimos la aflicción permanente de no conseguir resguardarnos de la muerte, no puede haber mayor muestra de desorientación moral, desesperación y abandono que exigirla como derecho, como ejercicio de libertad, como conquista del progreso.

En ese ultraje, los cristianos solo podemos ver una inmensa quiebra de la plenitud moral del hombre. Solo podemos ver, como lo escribió José Luis Hidalgo, que en ese lugar del crimen, “vivir es una herida por donde Dios se escapa”.

En el nº 2.883 de Vida Nueva.