Tribuna

La pura verdad

Compartir

Francisco Vázquez, embajador de EspañaFRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España

“Francisco tan solo reitera el contenido del Evangelio como la Iglesia viene haciéndolo desde hace veinte siglos, aportando su propio carisma nacido de la excepcionalidad de su origen y su experiencia vital…”.

Dicen que dijo, pero lo cierto es que no dijo lo que dicen, sino que simplemente dijo lo que dijo. No crea el paciente y amable lector de esta columna que le propongo un trabalenguas, y mucho menos un complicado acertijo. Me limito a desbaratar el ingente glosario de interpretaciones que en nuestro querido país suceden a cualquier gesto o declaración del papa Francisco.

Sorprende cómo con titulares llamativos, sacados siempre de contexto, se atribuyen al Pontífice tomas de posición o intenciones más propias de un dirigente político que las que le corresponden al Vicario de Cristo.

Es tal la ceremonia de la confusión que padecemos, que frente al entusiasmo de quienes buscan legitimar su hostilidad al hecho religioso proclamando que el nuevo papa rectifica, se alza un muro de silencio por parte de quienes, hasta ayer mismo, eran más papistas que el propio papa.

Ni lo uno, ni lo otro. Francisco tan solo reitera el contenido del Evangelio como la Iglesia viene haciéndolo desde hace veinte siglos, aportando su propio carisma nacido de la excepcionalidad de su origen y su experiencia vital, ambas raíces novedosas en la milenaria historia de la Iglesia. ¡Cuán sencilla y, a la vez, qué diferente es la realidad!

Yo estaba en la Plaza de San Pedro aquel anochecer lluvioso de su elección y no oculto que me emocionó su primera aparición pública, que no fue otra que la de invitarnos a todos a algo tan sencillo, pero también tan esencial, como es la oración. Rezar para pedir la ayuda y la protección del Señor.

Hasta hoy, su lenguaje permanente y, sobre todo, el ejemplo y testimonio de sus hechos, se reduce a invitarnos a vivir conforme a las enseñanzas del Evangelio. Ni más, pero tampoco, ni menos. Y para conseguirlo, desprenderse de la carga de oropeles y vanidades que distorsiona y perturba el buen gobierno de la Iglesia, alejándola de su misión y de sus preocupaciones y necesidades del pueblo llano.

Los inicios del pontificado de Francisco dimensionan en su justo valor la decisión de renunciar de su predecesor Benedicto XVI, que después de reforzar, como pocos papas hicieron, el cuerpo doctrinal de nuestra fe, en un tiempo de hostilidad e indiferencia hacia la religión, supo comprender que era necesario un relevo para abordar las reformas que limpiaran a la Iglesia de estructuras ya caducas, permitiéndola adaptarse a su realidad católica en la sociedad que vivimos.

Tiempos de ilusión y esperanza, como los que vivimos con Juan XXIII y, posiblemente, también tiempos de cumplimiento cincuenta años después de las resoluciones del Concilio Vaticano II en las estructuras vaticanas.

P.D. En mis años de embajador, tuve la ocasión de tener como interlocutor al nuevo secretario de Estado, monseñor Parolin. ¡Una gran e inteligente elección!

En el nº 2.867 de Vida Nueva.