Tribuna

Gracias por tu diaconía

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ANDRÉS BORREGO TOLEDANO | Diácono permanente

“Deseo que el diaconado permanente no se considere como un moderno sucedáneo romántico del cristianismo primitivo. Deseo que recuperemos definitivamente el estilo con que nuestra Iglesia de rito oriental vive, desde los orígenes cristianos, el profundo sentido del diaconado como vocación diferenciada y genuina…”.

Querido papa Francisco:

Gracias por encarnarte en la “diaconía”. Siendo el mayor de nuestros hermanos, haces “jueves santo” de lo cotidiano y transformas lo ordinario en kenosis cada día. Te revestiste de limpia armonía con tu amplia sonrisa, que, bajo un baldaquino de celestial primavera, estrechó al universo con la paz desde la balconada vaticana donde san Pedro vertiera su sangre como simiente de esperanza para la humanidad.

Una vez más se hizo patente la profecía de Bernini al conseguir que las cilíndricas raíces de la columnata petrina se hicieran abrazo de evangélica fraternidad. Sin euforia desmedida, sin esclavina de oropeles, sin triunfalismo en el gesto, con ternura en las formas, con amor en las entrañas. Se traslucía, ya antes de precisar tu elección, que el diácono poverello de Asís yacía en tus más profundas intenciones de boludo universal. Boludo en el genuino sentido que otro porteño, el poeta Juan Gelman, redefiniera para identificar “el carácter y las virtudes del mantillo fértil de las gentes de la Pampa”.

Si afirmar que Jesús es el Señor solo es posible bajo la acción del Espíritu Santo, de igual modo es necesaria semejante complicidad para que el corazón papal te enfunde con coherencia y valentía la franciscana dalmática.

En mi familia, iglesia doméstica de mesa camilla, llevamos meses ejercitando la prudencia para no despegar los pies del suelo ante tantos elogios que la opinión pública anda vertiendo entre foros sociales y areópagos eclesiales por tu ejemplares y ejemplarizantes acciones. ¿Por qué –nos preguntamos– ha surtido tan gran e inmediato furor el “efecto Francisco”? ¿A razón de qué resulta tan sorprendente ver en el obispo de Roma las virtudes evangélicas a flor de piel? ¿Acaso, más que una novedad, no debiera ser lo habitual en el semblante de la Iglesia de Cristo? ¿A qué responde tanto entusiasmo en sectores tan distintos y distantes?

¿Por qué ha surtido tan gran e inmediato furor el “efecto Francisco”?
Hemos de confesarte, hermano, que nos ilusiona y nos desasosiega a la vez.
Sin ser sentimientos contradictorios,
sí nos cuestionan nuestra identidad y proceder eclesial.

Hemos de confesarte, hermano, que nos ilusiona y nos desasosiega a la vez. Sin ser sentimientos contradictorios, sí nos cuestionan nuestra identidad y proceder eclesial.

Quienes descubrimos nuestra vocación obedeciendo al precepto originario que nos mueve y nos conmueve desde la Tradición evangélica del Resucitado, sentimos que el verdadero rostro de la Iglesia se muestra en el servicio incondicional a los demás, sobre todo para con los más desahuciados de este mundo. Ser fieles testigos del Maestro.

Convencidos de que tanta ilusión renovada no debe responder a una fatua papolatría, damos gracias al Padre Bueno por abrir sus providentes entrañas de ternura a través de sus servidores, que, dóciles a su voluntad, permiten transparentar la acción del Espíritu Santo para bien de la humanidad. Sería pertinente ahora recordar aquello que dijo Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos”. Testigos que, con su vida entregada, dan razones para la esperanza.

Los santos de todos los tiempos son maestros de fe no porque tuvieran una teoría perfecta sobre el cristianismo, sino, ante todo, porque vivieron el Evangelio con coherencia. Porque fueron testigos a veces hasta la muerte. Precisamente la palabra “mártir” procede del griego y, etimológicamente, significa testigo.

Como diácono que cree y profesa su diaconía convencido de que su vocación responde al servicio de Dios y de los seres humanos en íntima e indisoluble complicidad matrimonial, expreso mi profundo deseo de ver cómo el diaconado permanente se entiende tal y como se redefiniera en el Congreso de Asís celebrado en las postrimerías del Concilio.

Deseo que el diaconado permanente no se considere como un moderno sucedáneo romántico del cristianismo primitivo. Deseo que recuperemos definitivamente el estilo con que nuestra Iglesia de rito oriental vive, desde los orígenes cristianos, el profundo sentido del diaconado como vocación diferenciada y genuina encarnada en el tercer grado del Sacramento del Orden.

Deseo que nuestra familia, y en especial nuestras mujeres, no se entiendan como órdenes segundas, y menos aún como apéndices de segundo orden.

Deseo que se atiendan con respeto y sin reservas cuantas vocaciones se susciten al diaconado, facilitándose su formación y ordenación. Deseo que, respondiendo al espíritu conciliar, se descargue definitivamente de prejuicios la voluntad de quienes, atendiendo de corazón la llamada del Evangelio, quieren dar un paso al frente para consagrar sus vidas al Señor en sus ministerios y órdenes sagradas.

Deseo, al fin, que el Espíritu Santo tenga siempre la última palabra y dejemos de entorpecer con nuestra palabrería la construcción del Reino.

Te deseo mucha paz y mucha alegría.

En el nº 2.873 de Vida Nueva.