Tribuna

¡Feliz Navidad!

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Charles Dickens (1812-1870) en su apólogo Canción de Navidad cuenta la historia de Scrooge, el viejo gruñón, tacaño y malhumorado que no gustaba de la Navidad.

“¿Qué significan para ti las Navidades sino la época en que tienes que pagar facturas sin tener dinero; el momento en que vas a encontrarte con un año más y sin ninguna hora más de riqueza; el instante en que has de cerrar tus libros y ver que todas las partidas de los doce meses transcurridos son en contra?”

Y sucedió que la noche víspera de la Navidad se le apareció el espectro de Marley, su socio muerto siete años atrás, quien le anunció para esa misma noche la visita de tres fantasmas que le harían recordar, el primero: su solitaria infancia y su juventud; el segundo: cómo se celebra la Navidad en el mundo, en casa de su sobrino y de su empleado que siendo pobres son felices: y el tercero: cuál es el triste destino que le espera en el futuro si no cambia de actitud.

Y después de esa visita, el viejo cambió, y celebró la Navidad con alegría y entendió el sentido de la frase con que todos se saludaron ese día: “Feliz Navidad”.

El cuento es largo y edificante. Y me ha puesto a pensar en lo que han sido para mí las Navidades: recuerdos, alegrías e ilusiones que perduran, aunque cambien los tiempos y las costumbres.

Mi imaginación vuela primero a mi pueblo, que alguna vez definí como “la aldea apacible y tranquila, de gentes buenas, donde los días transcurrían despacio y las noches alargaban el silencio y la espera”.

Como en todos los pueblos pequeños de la época, los niños esperábamos con ilusión la Navidad.

Para ese día ya habían llegado los jóvenes que estudiaban en los pueblos vecinos o en el Seminario.

En los almacenes y cacharrerías había surtido nuevo de juguetes que despertaban nuestra curiosidad y la ilusión de que el “Niño Dios” nos traería alguno de ellos.

La primera tarea, la que nos llenaba de más alegría, era hacer el pesebre.

“Nadie escapa al encanto y a la alegría que trae diciembre”

En la sala alistábamos la mesa, los cajones y los encerados; también las imágenes, las ovejas, los pastores, las casas de cartón, el espejo grande para simular un lago y el aserrín para los caminos que recorrerían María, José y, por supuesto, también los Reyes Magos.

La víspera del primer día de la novena íbamos al campo a conseguir el musgo, el colchón de pobre, los cardos, los quiches y las flores silvestres.

Recordando esto me viene a la memoria el poema Musgos de Diego Uribe, que en una de sus estrofas dice: “Treparon por los montes, por las tupidas faldas, y luego descendieron trayendo a las espaldas el musgo de los riscos y flores montañeras”; y más adelante: “Detuve el paso: el viento, selváticos aromas al esparcir me dijo de las tupidas breñas, de los gigantes árboles, de las tendidas lomas, de las casitas blancas sobre las altas peñas”.

Arreglado ya el pesebre, nos reuníamos alrededor de él para rezar la Novena del Niño Dios y cantar los villancicos. San José y la Virgen iniciaban su recorrido de Belén hacia la gruta.

Sin que pudiéramos darnos cuenta, mis padres los adelantaban para hacernos creer que ellos caminaban en la noche y que cuando llegaran a la gruta donde estaba la cuna, la mula y el buey, nacería el Niño Jesús; el mismo que nos traería esa noche los regalos de Navidad.

Durante los días de la Novena había entre las familias intercambio de dulces y postres de Navidad; apostábamos aguinaldos de hablar y no contestar, de pajita en boca, de sí o no, la palmadita, dar y no recibir. Era entonces la celebración más pura y limpia; era la Navidad Feliz que hoy recordamos con nostalgia.

Con el correr de los años muchas cosas fueron cambiando. Aparecieron el Papá Noel y el árbol de Navidad. Es posible que sean muchos los que no saben dar razón de la importancia de la Navidad y de los misterios que en ella se celebran. Pero la fuerza de la tradición y de la costumbre es tan fuerte que nadie escapa al encanto y a la alegría que trae diciembre, el mes del amor y de la paz.

Después de la fiesta de las velitas, se enciende el alumbrado en las calles y centros comerciales; la novena es ocasión de reunión y de fiesta en los hogares y centros de diversión.

Y lo más importante: todos siguen repitiendo el saludo de siempre: ¡Feliz Navidad, próspero año y felicidad!

Fabián Marulanda
Obispo emérito de Florencia