Quique Arnao: “No olvidaré los rostros entre las ruinas de Haití”

Voluntario de ‘Acoger y Compartir’

Quique-Arnao(Miguel Ángel Malavia) Hace dos meses, el mundo entero se estremecía ante las imágenes que los telediarios emitían de Haití. El país más pobre de América Latina acababa de sufrir un terremoto que había sepultado gran parte de su capital, Puerto Príncipe. Los muertos se contaban por decenas de miles. La ayuda no tardó en llegar desde todos los rincones. Aunque hacían falta manos: manos que ayudaran a buscar vida entre los escombros, manos que buscaran agua y comida, manos que abrazaran a quienes lo habían perdido todo. Unas de aquellas manos fueron las de Quique Arnao. Jamás olvidará lo que vio y sintió a su llegada a Puerto Príncipe: “Ya había anochecido, las casas estaban convertidas en escombros, no había electricidad y la gente deambulaba entre las ruinas, con rostros sin expresión alguna”.

Tres días antes, aquel 12 de enero de luto, este madrileño de 58 años estaba en casa cuando recibió una llamada telefónica. Era José Miguel de Haro, presidente a Acoger y Compartir (AyC), una plataforma cristiana dirigida por religiosos redentoristas, “abierta a creyentes y no creyentes” y enfocada a la acción social en países pobres. Tenía miedo: en Puerto Príncipe hacía un mes que habían inaugurado el colegio San Gerard; en las afueras, en Leogane, también contaban con un orfanato. ¿Qué había pasado con los niños y con sus cuidadores?

Impacto

Quique, voluntario en AyC, no lo dudó un momento y, en el primer avión en el que pudo embarcar, llegó hasta la isla caribeña. Una vez allí, impactado por lo que veía, no sabía qué hacer. Hasta que una nueva llamada de José Miguel le avisó de que había contactado con los misioneros redentoristas: “Estaban vivos, me estaban esperando, pedían agua y alimentos; sin duda, fue una señal que me animó a reemprender el camino”. “Llegamos a lo que antes era la casa comunitaria –continúa–. Esa primera noche fue dantesca. El ruido de fondo de turbinas del aeropuerto se mezclaba con cánticos y lamentos de la gente; el hedor te nublaba los sentidos, y a eso se le añadió una réplica de temblor que disparó los gritos”.

A la mañana siguiente, ya pudieron llegar hasta el colegio… Hasta lo que había sido el colegio. Con espanto, comprobó cómo el edificio había caído en su totalidad, dejando bajo sus escombros la vida de casi 300 niños. Lo que semanas atrás era fiesta, “ahora era un montón de cascotes. La visión de libros, cuadernos, deportivas, mochilas… y cuerpos de niños que aparecían entre las ruinas… era la imagen que aparecía ante mi vista”. Pese al desgarro, no se amilanó. Sacó fuerzas de donde no las había y no dejó de ofrecerse para ayudar en lo que fuera: “Los días transcurrieron en buscar alimentos, agua y medicinas, y en conseguir que equipos de búsqueda rastrearan los restos, por si encontraban supervivientes en el colegio. No hubo suerte. Al final, sólo dejaron marcados los puntos donde encontraban cadáveres. Marcas que, cuando me marché a los siete días, aún seguían, sin que nadie hubiera dado sepultura a los muertos…”.

Afán por ayudar

Pese a la valentía y al derroche por los demás que mostró entonces, Quique no se siente especial. Como casi todos, intenta ser feliz. Divorciado y padre de cuatro hijos, los echa mucho de menos. Así, busca senderos de alegría en su quehacer diario. Trabaja en lo que siempre soñó. Es piloto de aviación… y algo más: allí donde viaja, desparrama su afán por ayudar y conocer. Enamorado del África negra, aprovecha sus estancias para echar una mano en lo que sea: es guía, enfermero, conductor, cocinero… Pero lo que más le gusta es mezclarse entre sus gentes y “aprender de sus costumbres y de su filosofía de vida”. Por eso lo de Haití –“la peor experiencia de mi vida”–, tiene explicación: no fue algo excepcional. Cuando contactamos con él, anda volando otra vez de camino a atender a sus hermanos haitianos.

En esencia:

Una película: El jardinero fiel.

Un libro: La mano de Fátima, de Ildefonso Falcones.

Una canción: África, de Ismael Loo.

Un deporte: el vuelo sin motor.

Un rincón del mundo: la ermita del padre Foucauld, en el Assekrem (Argelia).

Un deseo frustrado: saber muchas lenguas.

Un recuerdo de la infancia: mi pandilla en la plaza Moret.

Una aspiración: llegar a ser buena persona.

Una persona: mi madre. Conocida… Vicente Ferrer.

La última alegría: los besos de mi hija África.

La mayor tristeza: que haya un niño solo.

Un sueño: poder volar.

Un regalo: la alegría de mis hijos.

Un valor: la honestidad.

Que me recuerden por… haberlo intentado.

En el nº 2.700 de Vida Nueva.

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