El impresionismo y su “afán moral” toman Madrid

La Fundación Mapfre expone noventa obras del parisino Museo d’Orsay

'El pífano', de Manet

'El pífano', de Manet

(Juan Carlos Rodríguez) El impresionismo ilumina Madrid. El cierre del Museo d’Orsay (París), obligado por la remodelación de la pinacoteca, trae afortunadamente a la Fundación Mapfre una muestra que dejará huella: Impresionismo. Un nuevo renacimiento, en el que Manet se transforma en el hilo conductor de la historia y la evolución de un movimiento artístico que cambió radicalmente la pintura contemporánea. “El señor Manet tiene el honor de ser un peligro”, escribió en 1865 Théophile Gautier, en alusión a la influencia que el joven pintor ejercía entre sus coetáneos.

No se equivocaba. Pero lo que el crítico y músico aún no podía sospechar era que Manet encarnaba mucho más que una rebeldía ante el academicismo imperante; representaba una nueva manera de mirar al mundo, más espontánea y personal, y de concebir la pintura, sacándola de los salones de la nobleza, y representando la vida cotidiana y la naturaleza. Las 90 grandes obras que pueden examinarse hasta el 22 de abril son, en su mayoría, lienzos que nunca antes habían podido ser vistos en España, entre ellos algunas obras maestras absolutas, como El pífano de Manet, ese niño soldado que lleva impreso el recuerdo de Velázquez, que es el que da la bienvenida a los visitantes. Nombres como Degas, Renoir, Sisley, Courbet, Pissarro, Cézanne, Monet, Fantin-Latour y Millet están presentes en la que, sin duda, va a ser la exposición de la temporada, pero que también incluye sorpresas, como el gran retrato del general Prim, pintado por Henri Regnault y, para no ser menos, rechazado por el militar español y devuelto a su autor. Debido a su gran tamaño, la obra ha permanecido durante los últimos 15 años en los almacenes del Museo d’Orsay y “retorna a la vida” por primera vez en esta exposición.

ImpresionismoPablo Jiménez Burillo, director general de la Fundación Mapfre, hace realidad “el viejo sueño de presentar el nacimiento del arte moderno” con esta muestra que él ha comisariado junto al presidente del museo parisino, Guy Cogeval, y los conservadores de la institución gala, Stéphane Guégan y Alice Thominie. Su planteamiento no podía ser, por tanto, otro que el intento de trasladar al visitante el contrapunto academicista de aquel Salón de París y el de los “impresionistas” que, rechazados por la Academia, celebraron paralelamente sus propias exposiciones, entre 1874 y 1886. “No podemos contar el impresionismo como una película de buenos, los impresionistas, que pintan de un manera rompedora, y los malos, los realistas, que siguen pintando a la antigua. El trabajo de los unos no se entiende sin el de los otros”, apunta Jiménez. De ahí el protagonismo de Manet en la muestra; él, que paradójicamente está considerado cómo el primer pintor impresionista, pero que nunca exhibió su obra entre los impresionistas y sí alternó entre el Salón Academicista y el Salón de los Rechazados, establecido por el propio Napoleón III, y la Academia, que en 1863 acogió La merienda campestre, festejada como la primera obra impresionista. Manet seguía pintando y escandalizando –la Olympia de 1865, por ejemplo, presente en el Salón Academicista, o años después con el extraordinario Retrato de Clemenceau, presente en Madrid–, pero, a la vez, se convierte en el impulsor de lo que habrá de venir: la luz, la ilusión de lo apenas entrevisto, apenas una impresión. De ahí su nombre, debido, esta vez, a Monet y a la pintura con la que se abría en 1874 el primer salón impresionista en el estudio del fotógrafo Nadar: Impression: soleil levant.

De Manet a Manet

'Acuchilladores de parqué', de Caillebotte

'Acuchilladores de parqué', de Caillebotte

El recorrido de la exposición empieza en Manet y termina en Manet, “el gran pintor del momento, el que más va a influir, el que ha descubierto la pintura española en El Prado, a Velázquez, y una vía de renovación de la pintura. Él es quien vertebra el momento de dar el cambio”, señala Jiménez Burillo. Pero ahí están no sólo el famoso Retrato de Mallarmé de Manet, sino obras maestras de la pintura de todos los tiempos: La clase de danza (Degas), La estación de Saint-Lazare (Monet), El columpio (Renoir) o El golfo de Marsella visto desde L’Estaque (Cézanne) que, probablemente, no puedan verse, al menos en unas cuantas décadas, fuera del Museo d’Orsay, según su presidente, Guy Cogeval. La muestra, sin embargo, no se ha limitado a reponer los cuadros tal y como los exhibe la pinacoteca parisina o a concebir un recital de obras maestras, sino que incorpora una nueva lectura: ¿Un nuevo Renacimiento? Así lo conciben sus comisarios: “Nuestro propósito es presentar el nacimiento del mundo moderno y cómo algunos artistas intentaron sobreponerse a ese nuevo paradigma. Se llega a estas pinturas deslumbrantes, como si viniéramos del Salón de París. Se produce una sensación de Renacimiento, ha vuelto a nacer la pintura”, explica el director del Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre. Y no sólo los más conocidos en la posteridad –Renoir, Monet, Degas, Pissarro, Cézanne, Sisley o Courbet–, sino también algunos otros artistas cercanos como Caillebotte, Bouguereau, Whistler, Moreau o Puvis de Chavannes, que ayudan a completar la secuencia del impulso impresionista. “Nunca antes se habían podido ver juntos a todos estos creadores. Y menos aún fuera de Francia, pues algunas de estas obras salen ahora de París por primera vez”, proclama el director del museo parisino, Guy Cogeval. Es el caso, por ejemplo, de Acuchilladores de parqué (Caillebotte), de Jason (Gustave Moreau) y de El globo (Puvis de Chavannes). Pero en todos ellos no hubo una voluntad de ruptura radical, sino que unos u otros convivieron con el academicismo, el clasicismo y el simbolismo, del mismo modo que lo hicieron, desde un realismo personalísimo, con la vida cotidiana, con la escena rural, con la sensualidad, con el exotismo o con la naturaleza. “Los impresionistas tienen el interés no sólo de llegar al ejercicio de una pintura brillante, sino de transmitir un cierto sentido de felicidad y armonía en la relación del hombre con la naturaleza”, recuerda Jiménez. Eso es. Pero, quizás, uno de los mensajes que perviven en la muestra es la inevitable pervivencia de su pintura y, sobre todo, de su ejemplo, más vinculado a la actualidad de lo que podría parecer. El de unos artistas que estuvieron de acuerdo en que, bajo las sombras del momento histórico y dramático en el que surgen, con la guerra franco-prusiana y un mundo que se acaba, era el momento de abrirse a una realidad más verdadera. Lo dice el propio Pablo Jiménez Burillo: “Son pintores que pensaban que había que hacer una pintura diferente, más real, más de verdad. En este sentido, hay en todos los artistas de ese momento un cierto afán moral. Aquí se puede ver con claridad cuál es su búsqueda, cuál su compromiso”.

La disposición de las salas arranca en torno a ‘La Escuela de Batignolles’, retratada por Fantin-Latour, con los primeros intentos de formar un grupo de vanguardia, además  de los retratos de Renoir, Bazille o Monet, realizados entre ellos. De ahí al ‘Año terrible (1870-1871)’, donde se presentan obras como La verdad, de Lefebvre, para pasar a los ‘Realismos: el legado de Millet y Coubet’ con la impresionante Acuchilladores de parqué, de Gustave Caillebotte, y el diálogo entre academicistas e impresionistas en ‘El Salón: antiguos y modernos’. La muestra aborda, a partir de ahí, los grandes nombres del impresionismo: la renovación del clasicismo de Degas, la fuerza de Monet, el rigor compositivo de Sisley, la sensualidad de Renoir, los paisajes de Cézanne, la magia de Pissarro.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.692 de Vida Nueva.

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