El dogma de la carne

(Pablo d’Ors– Sacerdote y escritor)

“Lo único que hay que hacer con un enfermo es mirarlo y, de ser posible, escucharlo. Quizá tocarle sea ya mucho pedir, pero, en último término, eso es lo que necesita”

Nunca me he acercado a los enfermos por conmiseración, sino por el impacto que me produce su rostro. Cuando pongo mis manos sobre las suyas, o palpo su frente y acaricio sus mejillas, mis manos dicen lo que mi lengua no acierta a contar, y las suyas me transmiten lo que de otro modo nunca habrían logrado transmitir.

Los enfermos me han enseñado que el único dogma es la carne, que Dios está en la realidad, no en las ideas. Que la realidad, aún en su miseria, es mucho más hermosa que los ideales más sublimes. El evangelio no me ha llevado a Dios, sino a la realidad, y ha sido ahí donde he encontrado a Dios.

Lo único que hay que hacer con un enfermo es mirarlo y, de ser posible, escucharlo. Quizá tocarle sea ya mucho pedir, pero, en último término, eso es lo que necesita. Es muy raro mirar a los enfermos, casi nadie lo hace; es rarísimo escucharlos; he conocido a pocos que inviertan su tiempo en esa escucha; y es prácticamente inverosímil dar con alguien que les toque: nos vence el miedo o la repugnancia. Al tocar a un enfermo se le está diciendo: “No me das asco, no siento miedo ante ti. Tu carne es la mía”. Necesitamos de toda una vida para aprender que somos carne, y a veces no basta esa vida, por larga que sea, para aprenderlo. Todos queremos volar, nadie quiere enraizarse. Los enfermos me recuerdan mi pobreza, que es mi identidad más profunda. Es en ellos donde he comprendido quién soy y quién estoy llamado a ser. Además, nadie es simplemente un pobre o un enfermo si se le mira bien.

En el nº 2.703 de Vida Nueva.

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