¿Hay que acortar las homilías o prepararlas mejor?

Ilustración-homilías(Vida Nueva) No es infrecuente la queja de que las homilías son muy largas e incomprensibles. ¿Habría que recortar su duración? ¿Bastaría con prepararlas mejor? El tema suscita diversas respuestas, pero nos quedamos con las de Ramiro Pellitero, del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de Navarra y José Luis Corzo, del Instituto Superior de Pastoral de Madrid.

 

Palabra que se hace vida

Ramiro-Pellitero(Ramiro Pellitero– Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de Navarra) En determinados medios ha surgido un debate sobre la duración de las homilías. Al margen de lo puntual de esta cuestión, que tiene muchos matices, y el contexto del debate –largo de explicar–, lo cierto es que el Papa publicará en las próximas semanas una exhortación apostólica que recogerá lo más importante del Sínodo de octubre de 2008 sobre la Palabra de Dios. En aquella ocasión, el Papa lanzó el reto de “hacer cada vez más eficaz el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo”, de modo que la Palabra de Dios ilumine todos los ámbitos de la actividad humana.

En este marco, quizá lo más importante, antes que la duración, sea asegurar la calidad de la predicación: que su contenido garantice “lo esencial”.

Esto es lo que afrontó Benedicto XVI en la clausura del Sínodo, tomando pie de la liturgia de aquel día.

Al fariseo que le pregunta cuál es el mandamiento más importante, Jesús responde sin dudar: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente”. Es decir: reconocerás a tu Dios como único Señor, con un amor íntegro y total; con un amor que afecte a tu corazón, a tu alma y a tu mente.

En primer lugar, el Papa observó, a este propósito, que el amor de Dios afecta a la inteligencia. “Dios no es sólo objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también de la inteligencia, y, por lo tanto, no está excluido de este ámbito. Más aún, precisamente nuestro pensamiento debe configurarse según el pensamiento de Dios”.

En segundo término, Jesús añade algo que no se le había preguntado. Hay un segundo mandamiento “semejante” al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Los dos mandamientos estaban ya en la Biblia. Pero, sorprendentemente, Jesús los vincula, haciendo de ellos el principio cardinal sobre el que se apoya toda la Revelación.

Por tanto –deducía el Papa, y esto sirve como núcleo de toda homilía–, seguir a Cristo se traduce en el gran mandamiento del amor. Un amor que, como ya enseñaba el Antiguo Testamento, se testimonia en las relaciones con los demás, que deben ser de respeto, colaboración y ayuda generosa; especialmente con aquéllos (forasteros, huérfanos, viudas e indigentes) que no tienen a ningún “defensor”.

Según san Pablo, quien sigue a Jesús participa de su amor, que supera todo y todo lo renueva. El amor acepta incluso duras pruebas por causa de la verdad de la palabra divina; y justamente así crece el verdadero amor y resplandece la verdad con todo su fulgor.

Tras las observaciones del Papa, vino la necesaria “traducción” de los textos en el “hoy” de la vida de cada creyente y de la Iglesia; es decir, en lo concreto de su existencia, de sus trabajos, de la vida familiar y social. Así debe ser toda homilía. “Es preciso que se comprenda la necesidad de traducir la palabra escuchada en gestos de amor, porque sólo así se hace creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas”. En efecto, muchos necesitan hoy encontrar en Cristo el sentido de su vida. Pues bien, “dar un testimonio claro y común de una vida según la Palabra de Dios testificada por Jesús, se convierte por tanto en criterio indispensable de verificación de la misión de la Iglesia”.

Y esto que dijo Benedicto XVI aquel día, sirve también como criterio para toda homilía. En primer lugar, se pide que el sacerdote medite el sentido de las Escrituras para aplicarlas a su vida –pues los oyentes deben ver las palabras del sacerdote hechas “vida” primero en la vida del predicador– y aplicarlas a la vida de los demás. A continuación, debe ayudar a comprender las Escrituras de modo que los fieles se comprometan en el doble amor de Dios y del prójimo. Este “traducir” los textos propios de la Misa de cada día para los fieles ha de tener en cuenta la vida y las experiencias de los oyentes: “Sólo a la luz de las distintas realidades de nuestra vida –teniendo bien abiertos los ojos y el corazón a las necesidades de los demás–, sólo confrontándonos con la realidad de cada día, se descubren las potencialidades, las riquezas escondidas de la Palabra de Dios”.

En esta perspectiva cabe recoger las palabras de un teólogo actual: “La donación y el mensaje cristiano son llamada de Dios para ser respondida no fuera del mundo, sino en el trabajo, en el hogar, en el arte y en la cultura, en la industria, en el comercio, en la política, en toda la actividad cotidiana, privada y pública, de hombres y mujeres” (Pedro Rodríguez).

La homilía sirve, en suma, a dos fines fundamentales: para explicar a los fieles las Escrituras, poniendo de relieve la actualidad salvadora del mensaje del Evangelio; y, al mismo tiempo, para que la vida de los cristianos –su testimonio y sus palabras– se convierta en “Palabra de Dios” que las demás personas puedan comprender y agradecer. Estos serían criterios válidos para valorar la calidad de una homilía.

¿Hay que hablar o escuchar?

Corzo-2(José Luis Corzo– Instituto Superior de Pastoral de Madrid, UPSA) Había entrenamiento de homilías en el seminario. Menos mal. Porque cualquier fiel cristiano cumplidor, se oye por lo menos 52 al año sin más remedio; y así, durante sólo 60 años de adulto, ya le salen 3.120 homilías que, de 10 minutos, suponen 520 horas de su vida (casi 9 por año). Ni a estudiar la liturgia entera se dedica en la carrera de cura un tiempo proporcional.

Un buen alumno del Instituto Superior de Pastoral ha registrado en audio doce homilías de un mismo día. Los manuales ya lo dicen todo, pero necesitamos estudios comparativos para ver lo que pasa en realidad, como en los entrenamientos.

Recuerdo un día en que, para evitar desdoro en la capilla, nos ponían a todos en un ángulo del claustro superior (Irache) y, en un semi-púlpito, al predicador novato; a derecha e izquierda del estrado tenía una masa de oyentes, ávidos de sus palabras y gestos. Un público difícil. Un día le tocó entrenar a un buen compañero, estudioso, serio, bajito, concentrado tras sus gafas macizas, filósofo. Apenas nos miró de soslayo, hizo un breve silencio y, con medio suspiro, espetó: “¿Qué diré yo con mi pobre facundia?”. Una explosión de hilaridad universal segó la prédica y siempre tengo asociado su recuerdo a la brillante observación de Neruda: “Una idea entera se cambia porque una palabra se cambió de sitio, o porque otra se sentó como una reinita dentro de una frase que no la esperaba”. La facundia, una intrusa tonta en aquel contexto, como lo son, a veces –menos cómicas– la concupiscencia, el paráclito, la expiación, la gracia santificante y hasta la propia homilía… Por raras y difíciles.

Y es que predicar se hace con palabras, no con conceptos, y la homilía ha de ser clarísima y bonita. Yo no sé si hay que prepararlas con los fieles, pero no estaría mal revisarlas con ellos de vez en cuando.

No me cabe aquí todo lo importante y, por obvio, omito su legítima pluralidad, según la gente, según los textos y según la que esté cayendo en ese momento y en ese ambiente. Hasta su duración depende de cada comunidad, como sabemos por las de África. Si son cortas aquí, mucho mejor.

Lo fundamental es que celebren la Palabra del Otro: por hablarnos y por lo que nos dice. Celebrar la de Dios es hacer fiesta, hacerle sitio dentro, sacarla de su insignificancia genérica, de lo doctrinal ya sabido; bien-decir de Él, acogerle y subrayarle. Todos han de percibir a la primera que el predicador, más que hablar y enseñar, ante todo escucha; ni suple a Dios, ni toma la palabra porque ahora sea su turno, ni aprovecha la ocasión para decir, incluso, cosas importantes.

La escucha empieza en las lecturas (un desastre demasiado frecuente). El mejor lector es el que escucha mientras lee. Ni se adueña del texto ni se lo dice él a los fieles; sin miraditas ni énfasis arbitrarios; sin ahuecar la voz ni efectos especiales para ser solemne. El “hermanos” de la epístola no se refiere a los asistentes, sino a los de Éfeso o Corinto. ¡Habría que entrenar también las lecturas! Se aprende, hay cursillos. Basta ver internamente cada metáfora y cada detalle del relato. La Palabra se encarna ahí.

Con el Evangelio pasa igual. Basta oír su lectura, a veces, para temerse un mal sermón de quien lo toma de pretexto para impartir doctrina, como si se tratara de una clase o de una catequesis y no de una celebración. Hay hasta quien lo explica: “Lo que quiere decir el Señor con esta parábola…”. Más le valiera leerla bien, con humildad, y sumergirse en ella en su propio contexto: los que murmuraban contra Jesús, por ejemplo, por comer y beber con pecadores. Primero, se celebra lo que Él hizo o dijo “en aquel tiempo”, acogido por los primeros corazones cristianos. Luego, hacerle sitio en los nuestros, en este contexto histórico, va a ser muy fácil. Las parábolas (como los hechos de Jesús) no se cierran; a lo largo de nuestra vida entera nos buscan una y otra vez de forma distinta a cada uno. No se pueden resumir ni reducir a moraleja. Hoy soy el hijo pródigo, o el mayor, o el padre, o los murmuradores. Según.

Tras aquella facundia del entrenamiento, nos íbamos a ayudar en parroquias vecinas. En una de ellas, el pobre sacerdote, que estaba medio ciego, enfermo y mayor, nos lo cedía todo y apenas se reservaba la consagración ¡y la homilía! Quita y pon sus gafas lazarillo, miraba –ahora sí– a sus fieles, mientras releía la primera frase: “¡Qué bonito!”, decía. Y, a otro párrafo, “¡qué bonito!”. Él no entrenaba y jugaba en primera.

En el nº 2.701 de Vida Nueva.

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