Editorial

Sensibles al dolor de quienes sufren la crisis

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Publicado en el nº 2.705 de Vida Nueva (del 1 al 7 de mayo de 2010).

Como cada año, los cristianos no son ajenos a la celebración del Día Internacional del Trabajo, que se celebra el Primero de Mayo. De una forma u otra, desde movimientos laicales o comunidades religiosas, la Iglesia sigue sintiendo como propios los gozos y las esperanzas, las alegrías y las tristezas de los hombres y mujeres de hoy, especialmente de quienes sufren en sus carnes las consecuencias de la crisis económica. Son los trabajadores uno de los sectores más afectados por esa crisis. Los datos que se conocen con respecto al desempleo no pueden dejar indiferente a la Iglesia, que ha de prestar su voz para denunciar y proponer un nuevo modelo que defienda la dignidad del hombre y sus derechos más elementales. En el mes de marzo pasado, el desempleo alcanzaba en España el número de 4.166.613 personas. Un 40% de los jóvenes no encuentra trabajo, mientras el Gobierno estudia ampliar la edad de la jubilación más allá de los 65 años. Los inmigrantes que acudieron a nuestro país en busca de mejores condiciones de vida se ven ahora agobiados por la falta de trabajo y las dificultades para afrontar los compromisos económicos contraídos. Estos trabajadores, por otro lado, ocupan puestos mal remunerados y muchos de ellos son pasto de la economía sumergida. Un largo etcétera se une a esta radiografía, en la que no faltan los proyectos de empresarios que buscan nuevas modalidades de contratación que afectarían a los más jóvenes. Y todo ello, en un país donde cerca del 20% de su población vive en el umbral de la pobreza.

En las relaciones laborales, es la persona el mayor capital que hay que salvaguardar. La solidaridad y la justicia son los caminos por los que se debe caminar para la dignificación del trabajo. En momentos de crisis económica, son los trabajores los que siempre sufren las primeras consecuencias. A la Iglesia no compete la solución efectiva del problema –algo propio de los gobiernos–, pero sí poner el dedo en la llaga y denunciar oportunamente la dinámica del enriquecimiento fácil de unos a costa de los recortes laborales de otros. La Iglesia, junto a la denuncia de las raíces morales de la crisis, debe ir más allá y ofrecer propuestas solidarias para que se abran nuevos espacios laborales, nuevas formas que ayuden a ver la luz en medio de este oscuro panorama que nos ofrecen cada día las cifras alarmantes del desempleo.

Hacen falta cambios profundos, no sólo superficiales. El trabajador ha de recibir no sólo la justa remuneración, sino también una vida digna, unos recursos sociales adecuados y un Estado de Bienestar que se plasme en una legislación que ampare la jubilación, la enfermedad y cualquier tipo de circunstancia que sirva para una mayor dignificación de la persona. Ahí la Iglesia estará siempre recordando su Doctrina Social, rica en aportaciones y en la que abundan suficientes claves para lograr un mundo más humano.

En esta festividad de san José Obrero, y con esta crisis económica, los cristianos se unen a otras tantas voces de trabajadores que sufren y abren sus brazos para proponer caminos de fraterna solidaridad a quienes son los últimos de entre los últimos de los trabajadores hoy.