Editorial

Haití, un terremoto en las conciencias

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Publicado en el nº 2692 de Vida Nueva (del 23 al 29 de enero de 2010).

La tragedia de Haití ha conmocionado al mundo. Un terremoto de estas dimensiones no sólo se queda en el desastre dantesco que las imágenes nos acercan a través de los medios de comunicación, y que impactan por su fuerza. Es también un terremoto en la conciencia de los pueblos, principalmente de los pueblos más ricos. Muy cerca está el país más poderoso de la tierra: los Estados Unidos. En esta esquina isleña zarandeada por la tierra se sitúa el país más pobre de todo el continente americano. Vecinos, pero de espaldas. Es claro que las fuerzas de la naturaleza no se han aliado con los países ricos para devastar a esta pequeña isla de historia convulsa. Pero sí es cierto que la situación de pobreza y precariedad en la que viven sus gentes ha multiplicado los efectos del seísmo. En un país con una red de infraestructuras más sólidas, la tragedia hubiera sido menor. No cabe duda. El caos que en estos días se vive allí es una prueba de esta secuela que va dejando el terremoto. Una aldabonazo en la conciencia de los países así mismos considerados desarrollados, y que siguen permitiendo, en éstas y otras latitudes del planeta, bolsas de miseria que nos interpelan a todos.

Esta tragedia ha sacado a flote todo lo humano que hay en el corazón del mundo y que, a veces, creemos perdido. La solidaridad está a flor de piel y se manifiesta con una ingente ola de ayuda para mitigar el dolor y la tristeza de quienes han perdido todo y sólo les resta la esperanza. Los organismos internaciones no están cerrando los ojos ante el drama, pese a la crisis que asola a los países ricos.

En medio de esta solidaridad queda de manifiesto la significativa presencia de la Iglesia a través de sus misioneros, religiosos, sacerdotes y laicos, que son allí el rostro del Señor Jesús con los últimos, ya antes de la tragedia, y también ahora. En estos momentos, su ayuda está siendo valiosa. Algunos han muerto entre los escombros. Nuestro recuerdo y oración, pero también sano orgullo de encontrar entre tanta pobreza la voz evangélica de estos entregados a la misión.

Ahora queda enterrar a los muertos, curar a los heridos, sanar y acompañar la gran soledad en la que queda el país e iniciar una labor de reconstrucción, nada fácil por la peculiaridad de Haití y de sus gentes. Es la hora del futuro, la hora de ponerse manos a la obra sin perder la esperanza y empeñando tiempo y recursos, fortaleciendo ánimos y abriendo sendas para que aquel pequeño país pueda volver a caminar. La colaboración internacional tiene que darse sin protagonismo invasor. La ayuda económica tiene que llegar por las vías más rápidas y justas. Los proyectos deben cuajarse con el mismo pueblo.

A la Iglesia le corresponde ahora arrimar el hombro para ser hombro y soporte de quienes aún lloran y deambulan por las calles. Repartirán pan y alimentos, acogerán a los que han quedado huérfanos y enjugarán las lágrimas de todos, pero sobre todo a la Iglesia le corresponde el gran servicio de la esperanza con hechos, no sólo con palabras. En esa tarea no pueden sentirse solos. La Iglesia universal ha de estar hoy más cerca si cabe de sus hijos más pequeños y desvalidos.