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El declive de la ciudadanía


Esta obra de Victoria Camps (PPC, 2010) es recensionada por José Ramón Amor Pan.

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El declive de la ciudadanía

Autora: Victoria Camps

Editorial: PPC

Ciudad: Madrid

Páginas: 187

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(José Ramón Amor Pan) Confieso la perplejidad que experimenté al recibir este libro, porque nunca me habría imaginado a Victoria Camps publicando en una editorial católica. La curiosidad y la temática abordada me llevaron a ponerme de inmediato con su lectura. Estoy muy satisfecho. Con lo que se demuestra que los prejuicios son siempre malos compañeros de viaje y que, por tanto, hay que permanecer abiertos a la sabiduría, venga de donde venga. Cierto que esto no implica que uno sea tratado después con el mismo rasero, pero ya se sabe que la irresponsabilidad de los demás no te exime de la propia. Felicitaciones, pues, a PPC y a la autora por este magnífico ejercicio práctico de civismo en acción.

El libro parte de dos hechos: la indiferencia, desafección y falta de compromiso de los ciudadanos con la política, por un lado; y la falta de civismo y de educación. Ya en el prólogo, apunta las tres causas que están en la base de este desastre: hemos pasado por alto que el ciudadano no nace, sino que se hace (no basta con vivir en una democracia para que todos nos comportemos como ciudadanos); un concepto muy restringido de libertad (la libertad como no intervención del Estado en los asuntos privados de las personas); y una economía que ha convertido el dinero en la medida de todo (el individuo que se socializa en una economía de consumo es individualista y hedonista). Y esboza, asimismo, la vía para solucionar esta debacle: la formación del carácter, una ética de las virtudes y el reconocimiento de que la responsabilidad educativa básica corresponde a la familia.

Unas ideas en las que insiste a lo largo de la obra, con afirmaciones rotundas y demoledoras; manejando diestramente unos argumentos al alcance de todos que, si no son compartidos por todos los agentes sociales o no mueven a la acción inmediata, no es por endeblez de los mismos, sino que las causas habrá que buscarlas en otro sitio. Como cuando afirma: “De hecho, estamos recogiendo los frutos de más de un siglo que se propuso enterrar a la ética, desacreditarla y excluirla del pensamiento filosófico (…) La posmodernidad sólo ha venido a alimentar el escepticismo. Desde el escepticismo no se construye ética alguna (…) La paradoja de la moral es que, a medida que progresamos ganando unos ámbitos mayores de libertad, vamos utilizando la libertad para inmoralidades más perversas. El siglo XX lo confirma con creces (…) De lo que se trata es de aprender a utilizar la libertad responsablemente, virtuosamente, como dirían los clásicos”. ¿O es que alguien puede oponerse a esas afirmaciones con un mínimo de racionalidad? Pero cuando las firma un autor católico o un obispo, incluso un papa, de inmediato se le tacha de conservador, retrógrado o apocalíptico.

Brevedad y enjundia

La obra está dividida en diez capítulos breves, enjundiosos y de fácil lectura (pensados, creo yo, para servir de base a una conferencia y, por ello, nada enrevesados o cargados de citas y autores). Vale la pena anotar sus respectivos títulos: “Ética sin atributos”; “Democracias sin demos”; “Republicanismo y virtudes cívicas”; “La necesidad de una ética pública”; “Moral y laicismo”; “Educar ciudadanos”; “La educación y el mínimo común ético”; “La educación mediática, más allá de la escuela”; “La familia en la sociedad del conocimiento”; “La democracia electrónica”.

No puedo estar más de acuerdo con Camps cuando reconoce que hemos vivido una explosión de derechos, a veces exagerada y ridícula. Cuando todo se plantea en términos de derechos, falta un lenguaje público de la responsabilidad o de los deberes recíprocos. Apoyándose en Habermas, nuestra autora subraya la necesidad de discursos normativos distintos de las leyes, que establezcan lazos comunes entre las personas y las dirijan –más allá del interés egoísta– a la defensa del bien común. “Además de un Estado de derecho que ponga los cimientos de la protección social, necesitamos una ética pública. Sin ella, es decir, sin unos deberes de solidaridad, respeto y convivencia sentidos como tales por los ciudadanos, sin una normatividad que comprometa al individuo más allá de la normatividad jurídica, es difícil que los cambios que se propongan para mantener el Estado social lleguen a prosperar”.

Es preciso desprenderse de prejuicios que enquistan el modelo de Estado social en un funcionamiento ineficiente. El más notorio es el prejuicio contra la privatización. Privatizar ha sido y sigue siendo el fantasma que impide muchas reformas para lograr mayor eficiencia en los servicios sociales y sanitarios. Son, nos dice Camps, percepciones parejas a la demonización del mercado sin más, que no sólo son equivocadas y simplistas, sino que entorpecen cualquier intento de reforma. “Privatizar servicios no debería ser problemático para que tales servicios se desempeñen con vistas a un interés público. Basta establecer las condiciones en que deben hacerlo, ejercer un control sobre su cumplimiento sin reservas, exigir transparencia y pedir cuentas de las actuaciones realizadas”. Y más adelante: “También los ciudadanos son Estado y deben contribuir al mejoramiento del sistema, no abusando del mismo, utilizándolo responsablemente y renunciando a entender la libertad como la persecución exclusiva del interés propio (…) esfuerzo personal, una cierta austeridad, el dominio de uno mismo”. Casi nada.

Para acabar, dos calas más. Sobre los medios audiovisuales: “Demasiada violencia, demasiado sexo, demasiadas palabrotas”. Y la segunda: “Los padres se encuentran ante el incómodo reto de tener que luchar contra el todos lo hacen (…) un elemento esencial de la educación es saber decir que no”.

En el nº 2.713 de Vida Nueva.

Actualizado
25/06/2010 | 08:33
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