Libros

De la utopía de Moro al Pátzcuaro de Vasco


LIBRO-ERNESTO-CARDENAL

Tata Vasco. Un poema

Editorial Vaso Roto

Barcelona

2011

74 pp.

Cuantos recorren las poblaciones situadas alrededor del lago de Pátzcuaro, en Méjico, escuchan, repetida de boca en boca, la historia del oidor que se hizo sacerdote y, después, obispo de Pátzcuaro, y que llevó a cabo una tarea pastoral revolucionaria entonces y hoy.

Los ecos de esa acción se mantienen tan vivos como los registra Ernesto Cardenal en este poema que publica la editorial Vaso Roto en Barcelona, en una cuidadosa edición que cierra con una vistosa colección de fotografías sobre los productos de la artesanía de Michoacán.

Ernesto Cardenal, sacerdote desde 1965, creador de la abadía de Solentiname situada en una isla del gran lago de Nicaragua, conoció la vida religiosa con los trapenses de Kentucky, con los benedictinos en Cuernavaca y la mantiene en su abadía en donde trabaja, cumplidos sus 90 años, en actividades culturales.

Como Ministro de Cultura del primer Gobierno Sandinista se hizo célebre el día en que el papa Juan Pablo II, al llegar a Managua, lo reprendió en el mismo aeropuerto, por su actividad política.

Pero el reconocimiento mundial más sólido es el que le ha dado su producción poética. Los Salmos, el Canto Cósmico, El Estrecho Dudoso, la Oración por Marilyn Monroe o sus Epigramas han tenido reconocimientos como el reciente Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.

En esta edición, como los cronistas de Indias, asume el papel de lírico historiador de don Vasco de Quiroga, a quien se ve navegar por las aguas tranquilas y luminosas de su poesía, como un misionero que rompe los cánones de la pastoral habitual.

Uno hojea y ojea este poema de 58 páginas y asiste a la creación, en Michoacán, del sueño de Tomás Moro con su isla Utopía.

Lo que Moro diseñó en el papel como un sueño, Vasco de Quiroga lo creó en la realidad de Pátzcuaro y en los alrededores de su gran lago.

Recordando la descripción de Américo Vespucio, deslumbrado por la visión del Nuevo Mundo, Cardenal recrea la que debió ser la imagen que se esmeró en conservar y enriquecer don Vasco de Quiroga: “andan desnudos por completo, con el pelo largo y negro, sobre todo las mujeres. No tienen jefes ni capitanes de guerra, cada cual es señor de sí mismo, sus riquezas son plumas de pájaros, de muchos colores, pero desprecian las perlas y el oro”.

Siendo obispo de Michoacán, recuerda Cardenal, don Vasco “leyó la Utopía de Moro la tomó en serio, y la realizó”.

“Insólito que un jurista y después obispo, a los 15 años de publicada la Utopía de Moro, se atrevió a realizarla entre los indios de México”.

Como los cronistas de Indias, Ernesto Cardenal, asume el papel de lírico historiador de don Vasco de Quiroga, a quien se ve navegar por las aguas tranquilas y luminosas del poema, como un misionero que rompe los cánones de la pastoral habitual.

Estos indios, guiados y estimulados por Vasco, transforman su vida de modo que “siendo todo en común, no carecen de nada; seis horas de trabajo cada día, la misma ropa siempre; no había dinero, detestan la guerra y sin propiedad privada”. Anota Cardenal que esta fue una Carta Magna para América, “una singular hazaña”, según Alfonso Reyes.

Al poner en práctica la Utopía, Quiroga encontró La República de Platón, prevista comprendida en la Utopía: “Utopía, isla del mar océano fue soñada por un genio y otro la realizó”, canta el poeta a quien asombra que “el magistrado de la corona y después obispo, al ajustar la vida de los indios al esquema de Moro, elevó a los indios a su nivel humano más alto que el europeo, todavía en plena Conquista”.

Al llegar Vasco a Michoacán ya la destrucción de los españoles había comenzado. Los conquistadores eran “locos a caballo buscando joyas”. Mientras tanto los indios “refugiados en el monte, Pátzcuaro arrasado, los templos de Tzintzuntzan quemados”.

Los conquistadores no tuvieron ojos ni entendimiento para para ver que lo nuevo del mundo nuevo eran los indios que “se servían unos a otros en esa dorada primera edad. La edad de oro era casi natural en los indios, y de hierro la de los españoles”.

Vasco descubrió en los indios “unas cualidades, una sicología, más cerca de la edad de oro que los europeos; como de cera, para hacer lo que se quisiera; un género de cristianos como los de la primitiva Iglesia; igualdad de bienes de la Iglesia primitiva”.

“Indios que nunca nadie había vencido, espontáneamente sumisos ante él, no el hacer las cosas por los indios, sino hacer que los indios las hicieran”.

El poema lleva al lector a Michoacán para ver cómo Quiroga “juntó a indios y españoles en un colegio para que se enseñaran sus lenguas mutuamente”, y cómo “había esclavitud en la ciudad ideal de Moro, pero no en las ciudades reales de Quiroga. Estableció con ellos la comunidad de bienes y también el trabajo de las mujeres y la jornada de seis horas”.

Recuerda el poeta que Vasco “empezó con dos docenas de indios y comprando tierras con fondos propios y que las 54 ciudades de ficción de Moro intentó fundarlas Vasco en Michoacán”.

“Cada familia con su parcela como en la URSS, unidad básica la familia como en Moro”.

Así, apareció “la vasta variedad de artesanos alrededor del lago de Pátzcuaro. Repartidos los oficios en diferentes pueblos, en uno algodón, en otros los de plumas, unos en madera, otros cobre y otros plata y oro, pintura, escultura, agricultura, música con sus poblaciones destinadas, dependientes unos de otros y unidos por comercio mutuo y mutuo amor”.

Como el poeta Cardenal, cuantos siguen hoy las huellas del “tata Vasco” cinco siglos después descubren que el tiempo no las ha borrado en Santa Clara del Cobre ni en San Felipe de los Herreros ni en Paracho ni en Teremendo ni en san Juan ni en Tzintzuntzan ni en Uruapán. Como si una especie de eternidad las protegiera del olvido y del polvo de lo transitorio.

Javier Darío Restrepo

Actualizado
08/03/2015 | 00:00
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