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Conjeturas de un espectador culpable


Una obra de Thomas Merton (Sal Terrae, 2011). La recensión es de Dolores Aleixandre.

Conjeturas de un espectador culpable - Merton - Sal Terrae - Portada

Conjeturas de un espectador culpable

Autor: Thomas Merton

Editorial: Sal Terrae

Ciudad: Santander

Páginas: 415

DOLORES ALEIXANDRE | Al terminar de leer este nuevo libro de Thomas Merton (“nuevo” entre comillas, porque la edición inglesa es de 1966), la primera impresión de conjunto es lo rápida que se me ha hecho la lectura de sus 415 páginas, cuando con cierta frecuencia, si se trata de libros largos, al llegar más o menos a la página 60, suelo hacerme la pregunta: “¿Y a mí esto qué me importa?”. Y si la respuesta es negativa, no sigo adelante.

Con estas Conjeturas de un espectador culpable, ni siquiera me ha surgido la pregunta, porque en cada página iba encontrando cosas que sí me importaban, quizá porque si “trata de la vida, la apertura y el crecimiento”, es difícil que esos términos puedan dejarnos indiferentes.

Los textos están tomados de los diarios que Merton escribió desde 1956 hasta 1965, y los artículos son demasiado largos para llamarlos pensamientos y demasiado cortos e inacabados para ser considerados como ensayos. Ya los títulos que da a cada una de sus cinco partes ponen sobre aviso al lector del tipo de libro que tiene entre manos: 1. “El sueño de Barth”. 2. “Verdad y violencia: una época interesante”. 3. “El espíritu de la noche y el aire de la aurora”. 4. “La encrucijada”. 5. “El loco corre al Este”. Solo a Merton se le puede consentir que esos títulos respondan tan poco a su contenido y que algunos de ellos puedan ser fácilmente intercambiables.

La introducción trata de explicar el porqué del título: conjeturas son ideas que se deducen de alguna señal o noticia; espectador es quien mira un acontecimiento interesándose por lo que ocurre y vinculándose a ello a través de sus sentimientos, sensaciones o valoraciones. Lo de culpable (yo lo cambiaría por responsable) se explica así: “Un monje quiere redimir su culpabilidad por haber ocupado un largo período de tiempo dedicado a escribir sobre sí mismo y cuestiones espirituales”.

No estoy segura de que Merton se propusiera “redimir” nada, dado que, si algo le caracteriza, es la libertad soberana con que se mueve en todos los temas que toca. Su propia explicación sobre el contenido del libro es que “son reflexiones personales, intuiciones, metáforas, observaciones y juicios sobre lecturas y sucesos…, mi propia versión del mundo no como puro soliloquio, sino en un diálogo implícito con otras mentes, un diálogo en que se suscitan preguntas pero sin esperar hallar mis respuestas, porque no las tengo claras…”.

Las preguntas y reflexiones que van apareciendo se anticipan no solo a la época del Concilio, sino al tiempo actual: “Vivimos en la mayor revolución de la historia: un enorme levantamiento espontáneo de toda la especie humana (…), un profundo hervir elemental de todas las contradicciones interiores que siempre ha habido en el hombre, una revelación de las fuerzas caóticas que hay dentro de todo el mundo” (p. 85). ¿Cómo no van seguir encontrando eco en quien las lee hoy?

Dejarse llevar

Una condición para leer a Merton es la de renunciar a cualquier pretensión sistemática y dejarse llevar, como por una ola, por la corriente de su mirada sobre la realidad y por las variaciones de su sensibilidad; hay que ejercitar mucha flexibilidad para ir pasando de su mano de un tema a otro que aparentemente no tiene nada que ver: en la misma página podemos encontrar una crítica a Marx seguida de la descripción de cómo canta el pájaro carpintero (p. 34); a una honda reflexión sobre el amor y el celibato le sigue la pregunta por el paradero de una gata gris con una mancha blanca en el pecho (p. 230); o una opinión sobre san Juan Crisóstomo y a continuación la noticia de que a las vacas de la abadía les ponían música sacra para estimular la producción (p. 201).

Quizás es eso algo de lo que más fascina de Merton: la naturalidad con que pasa del pensamiento a los sentidos, de la teología a la naturaleza, de un comentario lleno de dramatismo sobre la guerra a observaciones llenas de humor sobre detalles cotidianos de su vida monástica: los ronquidos de un novicio o cómo él mismo conseguía abstraerse practicando la respiración yóguica durante la aburrida conferencia de un monje. Y todo eso sin que quien le acompaña en ese trayecto tenga sensación de ruptura o de incoherencia.

Otro aspecto que asombra y admira de él es la inaudita variedad de sus lecturas: van desfilando Barth, Massignon, Confucio, Hannah Arendt, Newman, Péguy, Julien Green, Juliana de Norwich, Raïssa Maritain, Chuang Tse y otros muchísimos nombres. ¿De dónde sacaba tiempo para leer tanto? Y junto a esta pregunta, otra de pura curiosidad que seguramente nadie podrá aclararme: ¿cómo podía dedicar tanto tiempo a pasear libremente por la naturaleza? Porque, por otros detalles que aparecen en este y en otros libros sobre la disciplina trapense preconciliar, no es fácil imaginarse a los monjes de Gethsemaní paseándose por los bosques con un libro en la mano, sino más bien trabajando en faenas del campo o en las granjas y oficios del monasterio. ¿Disfrutaba Thomas Merton de estas libertades por ser maestro de novicios, o por su condición de escritor?

Si tuviera que quedarme solamente con dos páginas, elegiría la descripción de un amanecer en la que los pájaros “piden permiso a Dios para existir” (p. 161); y su experiencia de iluminación en la esquina de una calle de Louisville, cuando se sintió abrumado al caer en la cuenta de cómo amaba a toda a aquella gente, “de que todos eran míos y yo de ellos (…) y de que es un glorioso destino ser miembro de la raza humana” (p. 191). Solo por estos dos textos citados vale la pena comprarse el libro.

En el nº 2.779 de Vida Nueva.

Actualizado
02/12/2011 | 11:34
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