Editorial

Un acto de misericordia

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El Año de la Misericordia terminó con un inesperado gesto de misericordia. Después de las agrias discusiones sobre el aborto, nada dejaba entrever la decisión papal de conceder a los sacerdotes confesores la autorización para absolver a las personas que confesaban un aborto. Este era un pecado cuya absolución se reservaba al obispo, con lo que se ponía de manifiesto la gravedad del hecho y la alarma con que la Iglesia miraba a estos pecadores.

La norma encajaba dentro de una manera de obrar en que la severidad, la actitud condenatoria, el rechazo, eran parte de un ejercicio pastoral que prefería la amenaza, la condenación al acercamiento y a los esfuerzos de comprensión. Cuando la pastoral se despoja de esa comprensión y de la ternura los confesonarios se vuelven tribunales y los sacerdotes asumen la condición dura e implacable de los jueces.

La misericordia cambia ese hecho desde sus raíces. Apuntaba el Papa en Misericordiae Vultus: “quien está impregnado de misericordia puede ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios” (MV 5). Tal actitud supone un cambio profundo de su imagen de Dios. Ese ir el encuentro no encaja con esa imagen del Dios juez supremo, severo y eternamente disgustado. El Dios que se revela en Cristo deja atrás todas las intimidantes apariencias de juez y asume las muy atractivas y cálidas del padre, dominadas por la ternura y la misericordia.

Lo retomó en la reciente Misericordia et misera: “la misericordia es el signo visible del amor del Padre que perdonando transforma y cambia la vida”.

Recordó Francisco la escena de la mujer pecadora que, de acuerdo con los usos de su tiempo, debía ser apedreada puesto que había sido sorprendida en adulterio. Había una tradición colectiva que insistía en investir con el carácter de jueces a los que denunciaban a la mujer. La misericordia era algo desusado y no imaginado. Pero ese día la conocieron cuando los convenció para que se vieran y se juzgaran: el que no haya pecado, que lance la primera piedra.

El que libera de culpas también puede estar sometido a la corrupción del poder

Había pasmo, sorpresa y una incipiente irritación en aquel silencio que siguió al reto de Jesús. Había verdadera vergüenza cuando uno tras otro abandonaron el lugar. La misericordia supone una mirada crítica sobre sí mismo, al fin y el cabo es el reconocimiento de que todos estamos en la misma condición de pecadores, que vuelve imposible el talante de jueces. A medida que salían, primero los más viejos, se acentuaba la convicción radical: nadie es juez de nadie; solo Dios juzga. Y anota el Papa: “el hecho de la misericordia es el centro del protocolo con que seremos juzgados”. Bien lo supo aquella mujer que temblaba cuando le oyó decir al único que habría podido apedrearla: “¿dónde están tus acusadores? Vete y no peques más”.

Es lo que están escuchando las mujeres que habían abortado y que buscaban un confesor facultado que las absolviera.

La autorización papal está resolviendo un problema de trámite, pero más que eso está corrigiendo una actitud.

El que se siente con capacidad para absolver una falta que los demás no están autorizados para atender, ejerce un poder, de modo que en vez de hacer un acto de comprensión y de amor, desarrolla un poder personal. En él se concentran las posibilidades de atar y desatar, de liberar o de perpetuarse en el peso de la culpa. Es un poder como todos los poderes que aman los humanos y que los corrompen. El que libera de culpas también puede, a su vez, estar sometido a la corrupción del poder. El gesto papal cambió esa situación, y con él introdujo en la vida de la Iglesia un elemento nuevo. Lo que se había transformado en un tribunal llegó a ser el lugar “en que Dios se dio a conocer”. La expresión es de Francisco, que en otra parte recuerda: “la misericordia es la viga maestra que sostiene toda la vida de la Iglesia. Nada en ella puede carecer de misericordia”. Y todo esto ocurre en el mismo lugar en donde la severidad de los jueces invisibilizaba la misericordia de Dios.