Editorial

¿Por qué los matan?

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Es la pregunta instintiva cuando se trata de personas inofensivas a las que sus conocidos y vecinos llaman “buena gente”. Cuando a los padres Bernardo Echeverri y Héctor Fabio Cabrera los mataron, cuantos los conocían en Roldanillo no salían de su asombro.

El asesinato de un sacerdote se puede explicar por las mismas razones de centenares de asesinatos: una delincuencia común que se propone robar algo o extorsionar, y que al no obtener su objetivo o temer algo, asesina.

La otra explicación es la del “chivo expiatorio”. El sacerdote sería visto como la representación de la Iglesia o de una creencia que el asesino rechaza y quiere destruir, o porque ve en ella un reproche o un mensaje que quiere silenciar o una concepción de la vida que abomina. Las informaciones ligeras o malintencionadas de los medios de comunicación han contribuido a la creación de esa imagen abominable y abominada que el asesino evoca cuando tiene delante al sacerdote, sea quien sea.

Se le parecen mucho aquellos milicianos españoles que en Ciudad Real (España), le preguntaron al joven seminarista colombiano Jesús Aníbal Gómez, si había cruzado el Atlántico solo para hacerse cura, y se sintieron agredidos al oírle decir: “Sí, a mucha honra”. Entonces decidieron darle muerte.

En este caso la Iglesia vio –y así acaba de formalizarlo en el acto de beatificación– un ejemplar caso de martirio. El mártir es un testigo del reino de Dios en el mundo. Eso fueron el beato Jesús Aníbal Gómez y los 522 mártires de Tarragona que murieron por su fe.

No estará mal encomendarse a los padres Bernardo Echeverri y Héctor Fabio Cabrera, víctimas de la delincuencia urbana, como a dos mártires menores; mientras alguien le hace ver a la Iglesia que ellos pertenecen a la orden mayor de los mártires de la fe.